El Prado es mucho más que el museo que cada día recibe la visita de miles de turistas, curiosos y amantes de la pintura en el corazón del triángulo del arte de Madrid. En los salones de esta sede, inaugurada hace 200 años y ampliada en el 2007 con el nuevo edificio que diseñó el arquitecto Rafael Moneo, puede verse una colección de 1.800 obras que reúne lo mejor de Goya, Velázquez, el Greco y otros gigantes de la historia de la pintura, pero un volumen aún mayor de obras pasa los días y las noches alejado de la luz y las miradas.

Sería exagerado afirmar que el Prado aloja otro Prado en sus entrañas, ya que la colección que permanece en su almacén, compuesta por 2.500 cuadros, 250 esculturas y una infinidad de dibujos, grabados y piezas decorativas, queda lejos de igualar en valía artística a la expuesta. Pero cualquier institución museística internacional haría palmas con las orejas si recibiera en herencia el tesoro que alberga este trastero, situado en el sótano del edificio de los Jerónimos.

Aquí también hay obras firmadas por grandes figuras de la historia del arte, aunque de pequeño formato o de menor valía, y creaciones de artistas como Luca Giordano, Carlos de Haes o Jan Brueghel el Viejo, que si bien no tienen tanto nombre como las que se muestran al público, también son parte de la historia del arte. «La finalidad del almacén no es acumular obra por acumularla. La gran colección del Prado está formada por 35.000 piezas y es un patrimonio de todos los españoles», aclara Helena Bernardo, técnica del servicio de registro de obras del museo.

NAVE NODRIZA / En realidad, el almacén es una suerte de nave nodriza de ese monumental capital artístico y alberga las obras que o bien no caben en las plantas visitables, o bien aguardan la hora de ser prestadas a otros museos, o bien son susceptibles de formar parte del Prado disperso, formado por una selección de más de 3.500 creaciones que la pinacoteca tiene repartidas por los museos de Bellas Artes de todo el país y por instituciones públicas como ayuntamientos, diputaciones, el Congreso o la Casa Real. «Este almacén es un depósito vivo en continuo movimiento», advierte Bernardo.

La definición de nave nodriza también le encaja por su diseño. Quienes imaginen un desván lleno de lienzos amontonados envueltos en polvo y olor a óleo, como sugieren las estampas de los estudios de los grandes pintores, se sentirían decepcionados si cruzaran la enorme puerta acorazada que da acceso al depósito. Ni rastro de arte en un primer golpe de vista, sobre todo en las secciones centrales, encargadas de albergar las pinturas.

Más que en el corazón de un tesoro artístico, la sensación es la de estar en una morgue. Hasta que un operario despliega alguno de los 212 armarios que hay ordenados sobre los 6.000 metros cuadrados que ocupa el depósito y, de repente, acontece la magia: el blanco gélido del espacio se llena de los colores de los cuadros que cuelgan de los paneles, algunos de hasta cuatro metros de alto y ocho de fondo para las obras de mayor tamaño.

A estos percheros dispuestos en celdas, los técnicos del museo les llaman peines y son la joya de la corona del almacén. No solo por las obras que sostienen, también por la virguería técnica que llevan incorporada: el sofisticado mecanismo de rodadura de los paneles impide que, al ser desplegados, cualquier vibración afecte a los lienzos, que cuelgan sobre anclajes especiales y descansan a pelo, descubiertos, para que el sistema antiincendios pueda protegerlos sin ningún obstáculo en caso de fuego.

21 GRADOS / A ambos lados del desfiladero de peines se encuentran las secciones dedicadas a las esculturas y las obras decorativas. Las primeras descansan en estanterías, cada una con un babero que porta su identificación, y las segundas están depositadas en vitrinas y armarios, aunque identificadas con una pegatina cuyo adhesivo está diseñado para no dañar las piezas. Estremece el mimo con que tratan estas obras los siete operarios que forman la brigada del depósito. Sus manos son las únicas habilitadas para trabajar en este lugar, que siempre permanece a 21 grados de temperatura y 55% de humedad, sea invierno o verano.

El almacén físico tiene su remedo virtual que registra el estado de cada objeto y su ubicación en una base de datos. «Cada movimiento queda anotado. De esta forma, siempre sabemos dónde está cada obra. Periódicamente, revisamos el almacén, de una punta a la otra, para confirmar que cada pieza está en su sitio», dice la encargada del registro.

Delante de tanto arte clausurado, la pregunta se hace inevitable: ¿no podría habilitarse algún espacio para su exhibición pública? «Un museo no es un escaparate de obras, sino una institución cultural que mantiene un discurso artístico. No se trata de mostrarlas por mostrarlas, su exhibición debe tener algún sentido», responde Marina Chinchilla, directora adjunta de administración del Prado.

El destino de estas piezas, pues, es esperar a que alguna institución las solicite con motivo de una muestra temporal o a que se inaugure la próxima ampliación de la pinacoteca, que tendrá una nueva sede en el Salón de Reinos del cercano antiguo Museo del Ejército. Aquí podrán ser expuestas numerosas obras que ahora habitan rodeadas de sombras.

LEÓN RESCATADO / En el mejor de los casos, algún cuadro puede correr la suerte que tuvo El Cid, el retrato de un león africano que pintó la francesa Rosa Bonheur en 1879. Llevaba más de un siglo en el trastero, pero la insistencia de un tuitero, que este verano puso en marcha una campaña para reclamar su exhibición, ha forzado a trasladarlo a la sala 63 del edificio Villanueva. Desde finales de noviembre, el león de Bonheur ruge entre las obras de la colección permanente del Prado.