En 1974, a los 18 años, acompañé a mi padre en un viaje a Lima y lo convencí de que dedicáramos una tarde a buscar la apartada escuela Leoncio Prado, donde un cadete había sufrido suficientes humillaciones para convertirlas en gran literatura. Ya al anochecer, divisamos los farallones de un sitio inhóspito, que parecía más un presidio que una escuela. El exalumno cuyo libro fue quemado en el patio de es colegio era Mario Vargas Llosa.

La ciudad y los perros fue una novela decisiva para mi generación. Los cambios de puntos de vista, los monólogos que se intersectan y el mundo de la juventud visto con la fiereza de quien ha perdido sus esperanzas en la sordidez, hicieron que fuera la Biblia de quienes nos iniciábamos en la desmesura de escribir.

Conversación en La Catedral, Los cachorros, La casa verde y La guerra del fin del mundo ampliaron ese horizonte narrativo, combinando complejas estructuras con un estilo llano, de engañosa sencillez. El autor se complicaba la vida con gusto al imaginar las tramas y se la facilitaba con más gusto al contarlas. La estructura se refractaba en planos muy diversos y contrastados, al modo de un poliedro, mientras la prosa fluía como una conversación. Un caleidoscopio descrito en tono de tertulia. La mezcla producía el sello distintivo del mayor novelista social de nuestro tiempo.

Hace veinte años que Vargas Llosa merecía el Nobel. En medio siglo su teclado no ha dejado de echar humo. El admirable arco de su producción va de Los jefes a la crónica del domingo pasado. En el trayecto, el incombustible escritior ha vivido como si el tiempo y la edad no existieran, sin perder su voraz curiosidad.

En una ocasión coincidí con él en un encuentro de escritores en Cali, Colombia. Eran años duros en los que aún se sentía la impronta de Pablo Escobar. Vargas Llosa viajaba con escolta especial. Lo acompañé en la camioneta que le había asignado el Ejército. Iba con el aplomo con que recorrió Perú en su campaña presidencial, sin pensar que podían matarlo. Alguien sereno en situaciones extremas, el narrador que no pierde el enfoque en el ojo del ciclón.

Su disciplina de cadete comenzaba con los primeros gallos. Muy temprano recorría la piscina del hotel con brazadas expertas. A las 8, ya estaba tomando notas.

Cabrera Infante, que lo quiso mucho, dijo con ironía, acaso pensando en él: “hay autores que se la pasan elogiando a Flaubert y publican más que Balzac”. Lo decisivo en Vargas Llosa es que ser prolífico no ha disminuido su sentido del riesgo. Le gusta mucho escribir mucho. Mejor para nosotros. Esta pasión se extiende al fútbol, los toros, el teatro, la comedia humana con sus chismes y mujeres guapas y, por supuesto, la lectura.

Cuando coincidí con él en Berlín, comentó que estaba aprendiendo alemán para leer en original a Thomas Mann. Su sostenido aprendizaje lo ha llevado a agotar bibliotecas enteras para escribir sobre Flaubert, García Márquez, Arguedas, Onetti, Tirant lo Blanco, Sartre y Camus e Isaiah Berlin. También, lo ha hecho salir de casa para buscar verdades incómodas en África, Irak o las montañas peruanas dominadas por Sendero Luminoso.

Sus crónicas en clave personal han dejado constancia del gozo con que asume los divertidos desperfectos del destino. Ha escrito con gracia sobre un cementerio de perros en París, los ladrones que siempre se llevan la ropa de su mujer y nunca la suya, la extraña tendencia de uno de sus hijos a volverse etíope y la clínica de reposo donde ayuna una vez al año y confunde la vida con el sueño.

Su radar de lector ha registrado clásicos indiscutibles, pero también a algún best-seller de ocasión, que lo cautiva sin prejuicios, o a autores mucho más jóvenes que él. Entre otros, el chileno Alberto Fuguet, el colombiano Héctor Abad Faciolince, el español Javier Cercas y los peruanos Guillermo Niño de Guzmán y Alonso Cueto le deben vindicaciones memorables. Ante las obras de los demás, Vargas Llosa es un autor que comienza siempre: aún tiene algo que descubrir. Su vitalidad deriva de este gesto.

También como comentarista político Vargas Llosa es un contertulio ejemplar. Sus ideas están sujetas a debate, pero nunca carecen de interés. Repudia el dogma, el tono pomposo de quien ya leyó el futuro, el pensamiento único, y celebra los favores de la discrepancia.

Hace algunos años presenté en México La fiesta del chivo, en compañía de la escritora chilena Marcela Serrano. Como siempre sucede con Vargas Llosa, el acto derivó en un mitin. El palacio de Bellas Artes se llenó hasta el tercer piso. Había pancartas en o en contra de Fidel, citas de su descripción del PRI como “la dictadura perfecta”. En fin, un ambiente de asamblea en mayo del 68. Poco antes de empezar, nos reunimos tras bambalinas con un actor que iba a representar al dictador Trujillo. Con cierto protagonismo, el actor advirtió al novelista de que lo admiraba pero repudiaba sus ideas políticas. Se hizo un silencio incómodo y algunos esperaron el gesto de soberbia del intelectual ofendido. Nada de eso: Vargas Llosa dijo que le encantaba estar con quienes pensaban diferente.

En varios debates lo he visto tratar con cortesía a polemistas que buscan confirmarlo como reaccionario. Sus ideas sobre el mercado me interesan poco, pero las mías tampoco cuentan mucho. Lo decisivo es que su sostenida aventura de la libertad ha estimulado un debate que no puede prescindir de fecundas ideas adversas.

“¿En qué momento se había jodido el Perú?”, esta frase, dicha en la primera página de Conversación en La Catedral, es el “ábrete sésamo” de América Latina. El narrador investiga una realidad que duele. Va a hablar de un mundo jodido. Ese mundo importa tanto que amerita 600 páginas. En traspatios y arrabales Vargas Llosa encontró su poética de la devastación. Ese mundo roto merecía el fervor de la crítica y una mirada que descubriera su belleza.

La tía Julia y el escribidor describe los afanes de un autor sometido a las exigencias del multiempleo. Poco a poco, el protagonista muestra una personalidad escindida, primero confunde a sus personajes y luego confunde su destino con un guión de radioteatro. Varias veces, Vargas Llosa se ha descrito como “escribidor”, una manera cortés de poner el acento en el esfuerzo, el oficio artesanal, y no en su excepcional talento.

No se reinventa el mundo sin originalidad, pero Mario Vargas Llosa ha tenido la originalidad de considerarse un instrumento al servicio de la lengua y de su tiempo, el escribidor que recoge las voces de los otros.

En su nombre, la Academia sueca ha honrado a un pueblo de 500 millones.