Kenneth Sinclair-Loutit y Matthew Dummett, estudiantes de Cambridge que veraneaban en 1934 en Alemania, pedaleaban cerca de Dachau evitando parar. El segundo contaba a su amigo que en aquel campo, abierto al poco de llegar Hitler al poder en 1933, encerraban a «comunistas, mendigos, personas socialmente indeseables, especuladores judíos y basura similar». Menos sabido es que, antes de dedicarlo al exterminio, los nazis lo convirtieron en «una atracción turística para los extranjeros que visitaban Alemania, sobre todo si eran políticos o periodistas. Allí les engañaban dándoles una imagen falsa para que la transmitieran al volver a sus países: los guardias se disfrazaban de prisioneros e interpretaban el papel de pervertidos o criminales», explica la británica Julia Boyd, autora el poliédrico ensayo Viajeros en el Tercer Reich (Ático de los Libros). Muchos se tragaron la farsa, como el diputado inglés Victor Cazalet, que pensó que el campo «no era muy interesante, aunque lo gestionaban de manera eficiente», y escribió en su diario: «la mayoría de los prisioneros son comunistas. Si es así, que se queden aquí todo el tiempo que haga falta». Otros, como su colega Arnold Wilson, anotó que había mirado a los ojos de los presos: «Lo que vi allí no lo olvidaré jamás. Miedo, un miedo arrollador, la sensación de absoluta sumisión frente a una voluntad despiadada y arbitraria».

Boyd investigó cuatro años cartas, memorias y diarios de extranjeros que visitaron la Alemania nazi: estudiantes, músicos, diplomáticos, atletas, escritores, periodistas, turistas o profesores...; anónimos o célebres, como Christopher Isherwood, W. H. Auden, Virginia Woolf o Samuel Beckett. Con esas impresiones captadas cuando aún no imaginaban el horror que estaba por venir la escritora compone un fresco histórico que sorprende al mostrar que la tónica era restar importancia a los ataques a judíos. «En los años 30, el auge del antisemitismo en Alemania era algo generalizado en toda Europa, sobre todo en países como Gran Bretaña, Francia, y en Estados Unidos. Se ve en el economista inglés John Maynard Keynes, que decía que los judíos tenían colas aceitosas, o en el embajador británico en Berlín Horace Rumbold», que escribió: «Estoy indignado ante la cantidad de judíos que hay aquí. Es imposible huir de ellos. Estoy pensando en encargar un amuleto de hueso para ‘espantar el mal de la nariz aguileña’».

El canciller se benefició / Hitler, añade Boyd, «era consciente de ese antisemitismo y se benefició, aunque cuando la brutalidad y violencia fue en aumento cada vez era más difícil no estar en contra de los nazis». Eso le ocurrió al estadounidense Thomas Wolfe, enamorado de Alemania, donde sus libros, como Del tiempo y el río, se vendían bien. En 1936, pasó la mañana en un tren hablando con un pasajero cuando este fue detenido por ser judío. «Sabía que no podía hacer nada (...). Me sentí impotente, atado de manos, frente al muro de una autoridad obscena pero inamovible». Aunque sabía que podían prohibir sus libros, dijo adiós Alemania en un artículo.

Sin embargo, «pocos de los que iban con ideas preconcebidas de Hitler las cambiaron tras su viaje. Muchos pensaban que iban a visitar una Alemania horrible y, en vez de eso, hallaron alemanes amables preocupados por darles una buena experiencia». Para atraer a turistas tras la primera guerra mundial, el país se volcó en promocionarse con una imagen idílica y seductora con un bello paisaje, una rica tradición cultural y un Berlín «moderno, excitante y sexi». Para muchos, añade, nada les hizo dejar de pensar que Hitler era «un hombre de paz que había devuelto el orgullo a una Alemania castigada por el Tratado de Versalles, que estaba reconstruyendo un país que había caído muy bajo tras la primera guerra mundial, aumentando el empleo...». Esa era la visión «que daba a los viajeros la propaganda nazi, que era muy persuasiva y estaba por todas partes; era muy difícil escapar a ella».

imagen equivocada / Le sorprendió a Julia Boyd que la mayoría de quienes conocieron a Hitler creían que «era un hombre sincero, honesto, con una devoción fanática hacia su país y que evitaría una guerra. Tenía una terrible habilidad para persuadir a los extranjeros». No todos se dejaron cautivar: el estudiante Geoffrey Cox, de 22 años, escribía en 1932: «El gran peligro que presiento es que el partido del dictador se lanzará a la guerra tan pronto como logren juntar un ejército alemán lo bastante fuerte para hacer frente a las fuerzas comunistas».

Tan falso como la visión que los nazis daban de Dachau fue la «operación de maquillaje para deslumbrar al mundo» que orquestaron con los JJOO de Berlín de 1936, donde ni los atletas negros se sintieron discriminados (más allá de que Hitler se negara a estrechar la mano de la estrella negra, el estadounidense Jesse Owens). «Una semana después de acabar los juegos volvieron a colgar en todas partes los carteles antisemitas. Y popular era una rima que se cantaba en las calles: ‘Cuando terminen las Olimpiadas nos lo pasaremos bien con los judíos’».