En el sótano de 5x6 metros de la casa Ipatiev de Ekaterimburgo, en la noche del 16 al 17 de julio de 1918, fueron ejecutados a tiros por los bolcheviques el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, su hijo y heredero, Alekséi, y sus cuatro hijas, María, Olga, Tatiana y Anastasia. Junto a ellos, murieron tres sirvientes y su médico. El comisario del Sóviet de los Urales Yákov Yurovski y sus nueve hombres cumplieron la orden de matarlos y de hacer desaparecer sus cuerpos, rociándoles con ácido y enterrándolos en secreto a varios kilómetros. Un destino que las víctimas nunca sospecharon y del que hoy se cumple un siglo. «Ni el zar ni la zarina creo que supieran algo de su final trágico. Al revés, con toda su devoción y preocupación por sus hijos, no querían perder la esperanza hasta el último minuto», opina desde Rusia la traductora Tatiana Shavaliova, basándose en las cartas y telegramas, diarios y memorias de la familia imperial pero también del tutor y profesor de francés Pierre Gilliard y otros testigos de aquellos meses.

Con una selección de ese material, del ruso original y armado cronológicamente, Shavaliova ha construido Romanov. Crónica de un final: 1917-1918 (Páginas de Espuma), un relato epistolar que desnuda fragmentos de la vida cotidiana y del ánimo de los últimos zares en sus últimos meses de vida, los que pasaron confinados desde el inicio de la Revolución rusa en febrero de 1917, cuando el pueblo, golpeado por el hambre y la gran guerra, salió a la calle al grito de «Pan, tierra y paz». Las condiciones de los encierros, primero en Tsárskoye Seló y Tobolsk y, finalmente, en Ekaterimburgo, cada vez fueron peores y más restrictivas.

Numerosas fotos, notas y textos contextualizadores completan un libro, propuesto por el editor de Páginas de Espuma, el aragonés Juan Casamayor, que ha contado con la colaboración de Ezra Alcázar, director de la revista literaria mexicana Inundación Castálida, donde Shavaliova publicó un artículo del que surgió la idea.

Mucho se ha escrito de la leyenda y el mito que rodeó el final de los zares o de la influencia que el oscuro monje Rasputín ejerció sobre la zarina. La ausencia de cadáveres (no fue hasta los 90 que se reveló el hallazgo de los restos) y las noticias contradictorias abonaron rumores como el de la supervivencia de Anastasia. «Pero la historia de la familia y de sus últimos días es poco conocida», constata Shavaliova. Las misivas muestran a un zar que, con el diminutivo de Nicky, llamaba a su mujer «Solecito lindo», y a una zarina que se dirigía a él como «mi querido, mi amado, mi tesoro» o «mi ángel, luz de mi vida».

GRAN PADRE / A Alcázar, lo que más le sorprendió «fue la devoción a la familia», cuenta desde México: «Descubrir a un Nicolás II que era un mal político pero un gran padre. A Alejandra como una mujer sumamente pasional, en la política y en la vida personal. Descubrir una monarquía muy sencilla, las chicas habían sido voluntarias y durante el encierro cortaban leña y hacían otros trabajos».

De hecho, el zar también serraba árboles con sus hijos y cuidaba la huerta. Aunque viven con incertidumbre y angustia por la falta de noticias y el control de cartas y conversaciones, pasean y leen (el primer Sherlock Holmes de Estudio en escarlata, de Conan Doyle; Guerra y paz, de Tolstói; novelas históricas de Merezhkovski...), van a misa y Nicolás II disfruta de sus hijos y juega con ellos, a cartas, al backgamonn... «Ahora paso mucho más tiempo con mi linda familia», escribe en mayo, tras cumplir 49 años.

Zar y zarina apelaban Baby o Rayito de sol a su único hijo varón, por el que se desvivían, ya que su hemofilia hacía que un hematoma tardara días en curar y limitaba sus movimientos. «Alekséi tiene un dolor en la mano y por eso ha tenido que pasar todo el día acostado», escribe Nicolás II en su diario, en mayo de 1917. Antes, el chaval, de 13 años, y sus hermanas han pasado el sarampión y Alejandra mantiene puntualmente informado a su marido (antes de que este se vea obligado a abdicar en marzo y de que le confinen con la familia) de la fiebre de cada uno y de que se les cayó el pelo y tuvieron que raparles la cabeza.

«Me siento grave, herido y triste», escribe tras abdicar el ya exzar, a pesar de que su esposa, aún invocando a Rasputín, le reclama que «ejerza mano dura y muestre su poder», al tiempo que le anima: «Todo nuestro amor ardiente y caluroso te rodea (...) Siente mis manos, que te abrazan, mis labios unidos a los tuyos cariñosamente, siempre juntos, siempre inseparables». Kerenski, ministro del Gobierno provisional revolucionario y supervisor del encierro, detectó «la diferencia de carácter y temperamento de la pareja». «En su posición de prisionero, Nicolás II disfrutaba de su nuevo modo de vida (...) -decía en sus memorias-. Su mujer pasaba un tiempo difícil por la pérdida del poder, y no podía resignarse a su nueva posición». «Era una mujer soberbia, severa y majestuosa», «atractiva e inteligente», con «una voluntad férrea».

«Ella, con la lejana sombra de Rasputín -opina Casamayor-, es la muestra de un orgullo familiar y dinástico heredado de 300 años atrás. No les importa el pueblo, del que están muy distanciados». Los recuerdos de un ayuda de cámara del zar revelan cómo un oficial de la guardia rechazó dar la mano a Nicolás II, quien le preguntó: «¿Por qué, querido mío?». «Soy del pueblo -respondió-. Usted no ha querido darle la mano al pueblo y yo tampoco lo haré».

«No sabían mucho de la situación del pueblo, pero lo que sabían les preocupaba», señala la traductora citando a la zarina en una carta: «¡Oh, gente, gente! Pobres flacos. No tienen carácter, amor patrio, ni a Dios. Por eso castiga al país. Pero no quiero pensarlo ni voy a creer que Él (Dios) lo deje morir».

UN AVISO DEL HORROR / «Rusia tenía problemas, sí; los zares vivían como en otro mundo, seguramente sí, no sabían cómo vivía un campesino, pero los bolcheviques tampoco -reflexiona Alcázar-. La revolución era necesaria y fue buena hasta que se convirtió en el horror totalitarista. Y desde el principio hubo chispazos de violencia y autoritarismo: eso fue el asesinato de los Románov, un aviso del horror que vendría después».

«Sé que todo esto no durará mucho», escribía la zarina, esperanzada, a una amiga en diciembre de 1917. Siete meses después llegaba la inesperada masacre, de la que aún hoy no hay pruebas de si la ordenó Lenin, como apuntó Trotski. Aquella noche de julio, el Ejército rojo también mató a dos de los tres perros de la familia, solo se salvó Joy, el springer spaniel del zarévich, que, como decía Nicolás II un año antes, ya había sobrevivido a la mordedura de una serpiente durante un paseo. Joy sería adoptado por un coronel del Ejército blanco que llegó al lugar a los pocos días de la ejecución. Meses antes, su joven amo, de 13 años, preguntaba a su tutor: «Si ya no hay más zar, ¿quién va a dirigir Rusia?».