Una serie de pinturas que desde la primera ojeada resultan cercanas. Cada una devuelve un momento seguramente muy parecido al de cualquiera, porque traen el recuerdo de lo próximo, de aconteceres habituales que el pintor versiona convirtiendo la cercanía en peculiaridad. Ramón de Arcos, como cualquiera, pasea por la ciudad de Badajoz, observándola desde una orilla o caminando en la muralla, tal vez un poco antes de que llegue el ocaso y los brillos prescriban. Detiene en ese instante lo que sucede exactamente entonces: las torres resaltando el perfil del barrio antiguo; los edificios mirándose en el río, cercanos los unos a los otros como si hablaran entre ellos; los tejados invitando a llegarse un poco más allá, apenas descubriendo las callejas; algunos matorrales que sujetan la orilla, algún arbusto, un poco más de verde.

Delante siempre el agua, Guadiana eterno vivo, dispuesto a todo. En sus bordes crecieron, solemnes, los eucaliptos. Hubo mañanas singulares para ellos y tardes enteras, cuando la luz tamizaba sus ramas y dejaba que un destello hendiera completamente su corteza. Luego cayeron. Pero él pudo verlos y de su mano permanecen ahora en pintura, donde son mucho más que recuerdo. Pone igualmente vida en unas coles efímeras y en una calabaza que espera, a la luz de la ventana, su destino. Todo esto nos trae Ramón de Arcos, luminoso pintor de cercanías.