La falta de hondura de Diego Maradona resulta frustrante sobre todo si consideramos la trayectoria del director Asif Kapadia en el terreno documental. El británico se dio a conocer gracias a Senna (2010), que convirtió los enfrentamientos automovilísticos entre Ayrton Senna y Alain Prost en un trepidante thriller; y se consagró con Amy (2015), que partió del típico relato de auge y caída para trazar un devastador estudio psicológico de la cantante Amy Winehouse; toda la psicología de Diego Maradona, en cambio, se reduce a una idea demasiado simplona y socorrida como para tomarla en serio: que el futbolista son dos personas en una: por un lado Diego, un ser humano maravilloso; por otro Maradona, una invención necesaria para cumplir con las exigencias del negocio del fútbol.

Por lo demás, a lo largo de 130 minutos compuestos exclusivamente de imágenes de archivo ilustradas con las voces alternadas de una sucesión de entrevistados, la película -mayormente centrada en los años napolitanos de su protagonista- va pasando de forma rutinaria por hitos biográficos como los dos scudetti que el futbolista logró en Italia, las conexiones que estableció con la Camorra, el victorioso Mundial de 1986, el hijo bastardo que tuvo con una amiga de su hermana o las escenas de su arresto en su casa de Buenos Aires por posesión de drogas, en 1991, en las que aparecía con el rostro desencajado por la cocaína.

Y en el proceso, además de no contar nada que no sepa ya cualquier interesado en la trayectoria del astro, Kapadia parece esforzarse mucho más de lo necesario por retratar a Maradona como un muchacho decente y inocente que se vio corrompido por quienes querían explotar su talento y su celebridad. Es un argumento demasiado sencillo como para resultar convincente.