“No veo forma de salir de este infierno (...) Todavía no me hago a la idea de la muerte, pero esa diabólica música de la batalla, que trae la muerte, no cesa de sonar y sonar”, escribió un anónimo soldado alemán (que probablemente murió) en su diario, hallado en el frente de Stalingrado. El Ejército ruso infligió a Hitler la peor derrota militar de la historia de la Wehrmacht, que “marcó un punto de inflexión en la segunda guerra mundial. Durante seis meses, dos enormes ejércitos, cada uno con la orden de no ceder ni un palmo de terreno al enemigo, lucharon por el control de la ciudad que llevaba el nombre del dictador soviético”, recuerda el catedrático de Historia alemán Jochen Hellbeck en su monumental ‘Stalingrado. La ciudad que derrotó al Tercer Reich’ (Galaxia Gutenberg), que ha llegado esta semana a las librerías, pocos días después de cumplirse el 75º aniversario de la rendición germana.

El 2 de febrero de 1943 entregaba las armas en nombre del Ejército alemán Friedrich Paulus, a pesar de que el 31 de enero Hitler le había ascendido a mariscal de campo recordándole que nunca antes un militar de tal rango había sido hecho prisionero, en un claro mensaje de que se suicidara, cosa que no hizo. El balance de la sangrienta batalla habla de un millón de muertos y otro millón de heridos, desaparecidos o capturados de ambos bandos; de 40.000 civiles fallecidos; de 91.000 alemanes hechos prisioneros, de los que solo volvieron a casa (12 años después) 6.000.

Hellbeck (Bonn, 1966) rescata la voz de decenas de combatientes, enfermeras y civiles soviéticos, además de alemanes capturados y el diario antes citado, cuyos iluminadores testimonios fueron recogidos por historiadores rusos dirigidos por Isaak Mints, en un Stalingrado aún en batalla, en búnqueres, trincheras y puestos de mando, en diciembre de 1942. Las transcripciones de 215 relatos inéditos de testigos de primera mano habían quedado perdidas en archivos rusos. He aquí algunos de ellos:

Niños durante un bombardeo en Stalingrado. / L.I. KONOW

EL FRANCOTIRADOR MÁS FAMOSO, VASILI ZAITSEV

Con su fusil mató a 242 alemanes, más que cualquier otro francotirador del 62º Ejército ruso. El cine se encargó de popularizar la figura de Vasili Zaitsev, condecorado héroe ensalzado por la propaganda soviética, en ‘Enemigo a las puertas’ (2001), aunque el enconado duelo con otro excelente tirador alemán solo existió en la ficción. Él mismo cuenta cómo, con 12 años, adquirió pericia “cazando ardillas” para hacerle un abrigo de piel a su hermana, antes de detallar sus tácticas de engaño y su “inventiva para burlar al enemigo” porque, “matarle no lleva mucho tiempo. Pero ser más listo que él, eso ya no es tan fácil”.

Le motivaba “el odio”. “Vi cómo los alemanes sacaban a rastras a una mujer (para violarla, sin duda). ¿Cómo no te afecta eso cuando no puedes hacer nada por salvarla? Estás en la línea del frente. No tienes suficienes hombres. Si sales corriendo a ayudarla te van a masacrar, sería un desastre. Y otras veces ves a chicas, jovenes o niños colgados de los árboles en el parque. ¿Te afecta? Te causa un tremendo impacto”. Por ello, afirma, “cada soldado, incluido yo mismo, está pensando únicamente en cómo obligarles a pagar más caro su pellejo, en cómo matar todavía más alemanes. En cómo hacerles aún más daño”.

CIVIL Y COCINERA EN ZONA OCUPADA

Agrafena Pozdniakova era civil y trabajaba de cocinera. No se sumó a la evacuación porque sus hijos estaban enfermos y vio a dos de ellos y a su marido morir bajo las bombas alemanas en septiembre tras quedarse sin casa. Su testimonio de cómo sobrevivió hasta febrero desvela cómo fue la ocupación de los soldados de la Whermacht: saqueaban, violaban y buscaban judíos mientras ella y sus otros cuatro hijos se refugiaban en trincheras, sótanos y alcantarillas, luchando contra el frío y el hambre, que saciaban con carne de caballos muertos hasta que los alemanes se la quedaron para ellos dejándoles solo “las pezuñas y las tripas”.

VASILI CHUIKOV, EL HOMBRE AL MANDO

Nada más tomar el mando del 62º Ejército soviético en Stalingrado, Vasili Chuikov mandó fusilar a dos comandantes y dos comisarios por abandonar su puesto (aunque en sus memorias reconoció que solo les dio una “dura reprimenda”). Esa medida anticobardía, ampliamente difundida entre la tropa, respondía a la orden de Stalin de no dar “ni un paso atrás”, pues “estaba permitido morir pero no retirarse” y los soldados, señala, eran conscientes de que “no podían rendirse porque defendían el honor de la Unión Soviética”. Aunque ello no quitaba que muchos, como confesaba Alexander Parjomenko, sintieran miedo: “Otros eran valientes, pero yo no. Yo era un cobarde de pies a cabeza, pero entonces no lo sabía”.

Cadáveres tras la batalla, en Stalingrado. / SERGUÉI STRUNNIKOV

El propio Chuikov daba ejemplo. “El enemigo nos bombardeaba sin cesar, intentaba echarnos de allí a bombazos”, contaba quien nunca se agachaba cuando caían proyectiles. “Mi orgullo no me lo permite (...) Me comportaría de una forma totalmente distinta si estuviera solo, pero nunca estoy solo (...) un comandante ve morir a miles de hombres, pero eso no debe afectarle. Puede llorar por ello cuando está a solas. Aquí puedes ver morir a tu mejor amigo, pero tienes que permanecer en pie como una roca”.

Chuikov, según el cual nunca se sintieron “olvidados” por Moscú, no pasaron hambre ni les faltaron suministros, da pistas sobre la voluntad que les impulsaba a aguantar. “Sabíamos perfectamente que Hitler no se iba a dar por vencido, y que iba a seguir lanzando más y más tropas contra nosotros. Pero debía sentir que era una lucha a vida o muerte, y que Stalingrado iba a seguir luchando hasta el final (...) No conocíamos la retirada. Hitler no había tenido eso en cuenta, y ese fue su error”.

ENFERMERAS HEROICAS

El propio Chuikov, y muchos otros militares, ensalzaron “el trabajo excepcional” de las mujeres (soldados, enfermeras, telefonistas...) además de su “fortaleza, heroísmo, honestidad y lealtad”, superando en muchos casos a los hombres. De las enfermeras destacan su “heroísmo excepcional” en primera línea de combate. El capitán Ivan Vasilievich recordaba cómo “bajo un fuego incesante” Liolia Novikova arrastraba a los heridos para ponerlos a cubierto hasta el punto de que tenían que “sacarla casi a rastras de lo más encarnizado de la lucha”. Vio cómo tres balas alemanas le destrozaban la cabeza.

Telefonistas del Ejército Rojo trabajando en Stalingrado, en diciembre de 1942 / GEORGI ZELMA

Otras pudieron hablar por sí mismas. Nina Kokorina admite que no fue “consciente de la gravedad de todo” hasta que nada más llegar a Stalingrado sufrieron un bombardeo y vio la primera baja de su compañía anticarros: “Se le salían todas las tripas fuera. Volví a metérselas dentro y lo vendé entero”. “La carnicería no tiene fin -explica Vera Gurova, de 22 años-. Nunca había visto semejante cantidad de sangre como hasta ahora. Sé que debería olvidarlo -es mi trabajo. Pero eso no significa que no sienta empatía con los heridos”. Sin embargo, Hellbeck indica que ella también alude a que las mujeres que sirvieron en el Ejército Rojo “tenían que afrontar con estoicismo las agresiones sexuales de sus superiores” y que cuando las condecoraban, algo que ocurría a menudo, soportar que los varones dijeran que era “al Mérito en la Cama”.

ALEMANES DERROTADOS

A juzgar por los interrogatorios a los alemanes capturados, según Hellbeck, estos habían seguido “luchando, a pesar del hambre, el agotamiento y la muerte masiva, por una mezcla de rencor, obediencia y convicción ideológica” con el nacionalsocialismo. Varios presos muestran “sentimientos pronazis”, como su preocupación por la “pureza de la sangre”, e insisten en echar la culpa de la guerra a los judíos (alguno sin imaginarse que su interrogador lo es...). “Un factor peculiarmente motivador -añade- era el temor a caer prisionero”: como contó el oficial Ernst Eichhorn, se generalizó la idea de que “ser capturado por los rusos equivalía a un trato deficiente, a tortura y a muerte”.

Soldados rusos toman un edificio en Stalingrado, en noviembre de 1942. / GEORGI ZELMA

Aunque según Eichhorn, “hasta el último momento, la mayoría de oficiales seguía esperando que llegara ayuda desde el exterior”, sobre los motivos de la rendición el teniente Herrmann Strotmann alude a “la falta de víveres, hombres y proyectiles de artillería” y al hecho de que les “era físicamente imposible seguir luchando”: “estábamos muertos de hambre y la mayoría habíamos sufrido daños por congelación. Lo que un hombre puede soportar tiene un límite, y nosotros llegamos a ese límite el 2 de febrero. Nos rendimos”.

El sargento Helmut Pist apuntaba que “aquellos últimos días fueron horribles: miles de cadáveres, y los soldados heridos muriéndose por las calles (...) y para colmo recibíamos un intenso fuego de su artillería y sus aviones”. En la misma línea anotaba el anónimo soldado en su angustioso diario, dando cuenta del “frío terrible”, las míseras raciones de comida y el combate constante. “Todo el mundo tiene los nervios destrozados (...) He perdido la fe en la humanidad”.

Soldados rusos en Stalingrado. / EFE)

LASC RÓNICAS DE VASILI GROSSMAN

De los relatos, Hellbeck concluye que “no estaban adoctrinados ni obligados” por el Estado soviético y que “la base de la defensa” era “la voluntad de todos los hombres del frente de no someterse a la violencia, a la tenebrosa fuerza de los esclavizadores e invasores alemanes”. Desmiente con ello vehementemente a uno de los historiadores de referencia, Antony Beevor, quien según él, en su ‘Stalingrado’ (Crítica), “se hace eco de una serie de clichés originados por la propaganda de la era nazi” y sostiene que los rusos “fueron coaccionados para alistarse”. Hellbeck cree que “el espíritu de Stalingrado, como lo entendía el famoso reportero de guerra Vasili Grossman, “consistía en la fuerza moral de unos soldados corrientes que alcanzaron el estatus de héroes al arriesgar sus vidas para cumplir con su deber cívico”.

Grossman, de quien Hellbeck ensalza su obra maestra, la novela ‘Vida y destino’, calificándola de “monumento a los soldados del Ejército Rojo que lucharon allí”, también forma parte de la bibliografía imprescindible de los 75 años del fin de la batalla. Las crónicas que escribió desde el frente de Stalingrado, oportunamente extraídas de ‘Años de guerra’, las relanza ahora Galaxia Gutenberg. En ellas, Grossman acoompaña a sus compatriotas, que combatían “24 horas ininterrumpidas”, casa por casa, “contra de un régimen feudal de dominación del mundo” y “por la libertad del mundo, contra la esclavitud, la mentira y la opresión”.

Del 2017, recordar las memorias de Paulus (‘Stalingrado y yo’, La Esfera de los Libros) y el primer volumen de la tetralogía de David M. Glantz, ‘A las puertas de Stalingrado’ (Desperta Ferro).