A ndrzej Wajda representa al cine polaco como ningún otro director. Pese a que rodó tantas películas fallidas como logradas, pesadas como el mármol y efervescentes como la revolución, fue durante décadas la cabeza visible de uno de los cines más potentes de Europa del Este. Falleció el pasado domingo en Varsovia por una insuficiencia respiratoria. Tenía 90 años, pero seguía activo. En el 2013 realizó Walesa. La esperanza de un pueblo, sobre el ideólogo del movimiento Solidaridad, y este 2016 completó otro biopic, Powidoki (Afterimage), sobre el artista de vanguardia Wladislaw Strzeminski.

Nacido en 1926, Wajda participó en la resistencia polaca durante la segunda guerra mundial, estudió pintura y se graduó en 1952 en la prestigiosa escuela de cine de Lodz. Hizo su primer largometraje en 1954, alcanzó su mejor momento con Cenizas y diamantes (1958), ganó la Palma de Oro en Cannes con El hombre de hierro (1981) y recibió un Oscar honorífico en el 2000 por toda su carrera. El otro bloque económico e ideológico reconocía también sus servicios prestados al cine.

ANTES DE LA DIÁSPORA / Wajda es, junto a Jerzy Kawalerowicz (Faraón) y Wojciech Has (El manuscrito encontrado en Zaragoza), el cineasta polaco más importante de los que empezaron a rodar en los años 50. Después vendría la generación de la diáspora capitaneada por Roman Polanski y Jerzy Skolimowski, quienes se fueron de Polonia por los motivos ideológicos por los que Wajda se quedó. Con todo, el influyente director tuteló a esa nueva generación: su filme Los brujos inocentes (1960) tiene guión de Skolimowski, interpretación de Polanski y Skolimowski y banda sonora de Krzystof T. Komeda, músico de El baile de los vampiros y La semilla del diablo.

Pokolonie (1955), sobre el comportamiento de la juventud durante la ocupación nazi; Kanal (1957), en torno a los miembros de la resistencia ocultos en los canales de Varsovia, y Cenizas y diamantes, brillante retrato de la Polonia nihilista y ultranacionalista de posguerra, fueron sus tres tarjetas de presentación.

Después no volvió a estar a la misma altura, aunque dejó muy buenas películas entre la crónica histórica y el lirismo entrecortado, como Paisaje después de la batalla (1970), El bosque de abedules (1971) y La tierra de la gran promesa (1975). Rodó en 1976 una interesante adaptación de La línea de sombra, de Joseph Conrad, y su díptico de El hombre de mármol (1977) y El hombre de hierro, sobre el movimiento obrero polaco, renovó sus votos con el compromiso social por encima del riesgo artístico.

Probó también el director la aventura internacional con Danton (1982), con Gérard Depardieu; Un amor en Alemania (1983), con Hanna Schygulla, o Los poseídos (1988), con Isabelle Huppert, según la novela de Dostoievski. Se reencontró años después con Polanski, a quien dirigió en Zemsta (2002), película de raíz teatral sobre la rivalidad entre dos ancianos.