Fue el rey Midas de la canción ligera, sus arreglos estratosféricos propulsaron carreras como las de Raphael, Jeanette, Karina o Mari Trini, tuneó los clásicos de Beethoven y Dvorák para llegar a todos los públicos, y se permitió darle calabazas a Stanley Kubrick cuando le ofreció la banda sonora de La naranja mecánica. Pero su historia de éxito terminó en tragedia y sirvió varios interrogantes. El más persistente: ¿por qué se suicidó Waldo de los Ríos, cuando parecía tenerlo todo? Y otro más: ¿cómo explicar el olvido exprés de un artista que en los 70 frecuentaba los platós televisivos con sus ostentosas gafas y sus andares de astro pop?

Son preguntas a las que el periodista granadino Miguel Fernández da respuestas en Desafiando el olvido (Roca Editorial), biografía publicada por ahora en versión digital (la física está prevista para el 4 de junio), que no solo examina sus sucesivas estaciones artísticas, sino que penetra en zonas oscuras sin tirar de morbo. Se respira un doble tabú: el del suicidio, que desencadena "una predisposición hacia el olvido, incluso hoy en día, pese a que sigue siendo la principal causa de muerte no natural en España", explica Fernández, y el de la depresión, síndrome que Waldo de los Ríos viviría en silencio en sus últimos años, y que da siempre pie, y más aún en aquellos tiempos, año 1977, a "un rechazo social".

Folclore reinventado

La historia del músico, hijo de la cantante Martha de los Ríos, nacido en Buenos Aires en 1934, cobra formas fascinantes: hablamos de un prodigio que con veintipocos años fue director artístico de la Columbia argentina y que pronto grabó frondosos álbumes (Suite sudamericana, 1961) que leían el folclore bajo cierto influjo del easy listening practicado por gringos como Les Baxter o Martin Denny. "Impresiones orquestales", así llamaba Waldo a esas coloristas instrumentaciones que, a partir de 1962, afincado ya en Madrid, procedió a reconducir con vistas a la canción comercial. El primer golpe de fortuna vino con la producción de La yenka, un sencillo arreglo para los holandeses Johnny & Charley, pero 'El pequeño tamborilero, de Raphael', ya fue otra cosa, con pompa y circunstancia, brillos y coros ululantes.

Waldo de los Ríos, o Frank Ferrar, como firmó aquellos primeros discos en España, "quiso convertir el salón de tu casa en una grandísima sala de conciertos", observa Miguel Fernández. Con su cómplice Rafael Trabuccelli (con quien daría forma al 'sonido Torrelaguna', bautizado por la calle madrileña donde Hispavox estrenó entonces un imponente estudio), descubrió el muro de sonido de Phil Spector, que jugaba con las capas de instrumentos y la reverberación, y exploró la estereofonía. "Solo hay que comparar la versión de 'Corazón contento' de Palito Ortega con la de Marisol", hace notar. "O Aleluya del silencio, una cancioncita de María Ostiz que Waldo transformó con Raphael en un himno góspel arrollador, con el que llegó a abrir un Ed Sullivan Show".

El no de Serrat

Jeanette (Soy rebelde), Karina (El baúl de los recuerdos, la eurovisiva En un mundo nuevo) y Mari Trini (Escúchame) pasaron por la factoría del éxito de Waldo y Trabucchelli. Y Miguel Ríos, con su Himno a la alegría. Y Núria Feliu (Nada como el amor), y Serrat, si bien este acabó rechazando el arreglo para Tu nombre me sabe a yerba. Hubo un desagradable cruce de declaraciones: el noi culpó al arreglista de haberse pasado la sesión de grabación "leyendo un periódico en lugar de atender su labor".

Aunque Waldo de los Ríos se pirró por la música electrónica (la estudió en Colonia, en la escuela que dirigía Stockhausen), no se atrevió a aceptar el encargo de Kubrick de utilizar un Moog en La naranja mecánica (1971). Tanto su álbum Sinfonías (1970) como el Himno a la alegría habían sido denostados desde el academicismo, y consideró que ya había tenido suficiente. "Se encontraron en Londres y hablaron, pero él pensó que, si lo hacía, en España ya le fusilarían, y le recomendó a Wendy Carlos".

"¿Por qué se suicidó?"

Y aquella noche del 28 de marzo de 1977, Waldo de los Ríos se disparó dos tiros a la cabeza con una escopeta. "¿Por qué se suicidó?", le preguntan a Miguel Fernández tanto el compositor Michel Legrand como la viuda, Isabel Pisano (estaban juntos pero separados: ella vivía entonces en Roma). Interrogantes retóricos, tantos años después. El libro desliza pistas en torno al bajón anímico de Waldo: quizá sospechaba que su era había terminado, y podría sentirse atrapado ante la obligatoriedad de seguir creando éxitos para mantener su tren de vida.

A todo ello hay que sumar una homosexualidad no declarada pero perceptible. "Era famoso y se exponía cuando iba a ciertos sitios", apunta el autor de la biografía. "Recibía llamadas insultantes, con amenazas y chantajes, y la Ley de Peligrosidad Social franquista seguía vigente", recuerda. Waldo murió, la policía cerró el caso y el nuevo marco mental de la Transición enterró su figura. "Todo lo que olía a años 60 y a desarrollismo se empaquetó y se le puso la etiqueta de antiguo y pasado". Pero, a veces, lo que un día es tachado de anacrónico es aquello que sobrevive.

El aniversario y la 'operación rescate'

El libro ve la luz coincidiendo con el 50º aniversario del número uno internacional, en la primavera de 1970, del ‘Himno a la alegría’, adaptación del cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven que cantó Miguel Ríos. Producción de Rafael Trabucchelli con arreglos de Waldo de los Ríos que fue elogiada por George Martin, el productor de los Beatles. La canción revive estos días en balcones y ‘streamings’ como pieza reconstituyente en tiempos adversos.

La efeméride inspira una operación rescate de grabaciones históricas; catálogo original de la desaparecida compañía Hispavox que luego pasó a manos de la multinacional EMI y que ahora maneja Warner. Una de las piezas que se planea restaurar es ‘Sinfonías’ (1970), el álbum más vendido de Waldo de los Ríos (Miguel Fernández sitúa las ventas en unos siete millones de elepés).

El autor del libro colabora en el proyecto. "Hemos estado escuchando cintas y han aparecido cosas interesantes, como la ‘Sinfonía brasileña’ que compuso en 1973 o 1974 para una película que no llegó a estrenarse, o las bandas sonoras completas de ‘La residencia’, de Chicho Ibáñez Serrador, o de la serie ‘Curro Jiménez’".

Dar con todo el material de Waldo de los Ríos, ya sea grabaciones, notas o fetiches se complica día a día, "porque se han perdido cosas, o corren el riesgo de perderse; mueren personas que las poseían y pasan a manos de Dios sabe quién", lamenta Fernández. "La viuda de Waldo apenas guarda nada. Él consiguió 75 discos de oro, y no tiene ni uno. Cuando otras generaciones quieren echar la vista atrás no lo tendrán fácil". Por eso se ha liado con otro proyecto: un documental de la serie ‘Imprescindibles’, de TVE, en el que está involucrado como guionista.