Sobreviviré habla de una ruptura. No la escribió Gloria Gaynor, pero es su tema más famoso. Alguien te hace daño, se va de casa, sigues enamorada, no cambias la cerradura, aparece, le echas, lloras hasta que te quedas sin pestañas, te pintas el ojo, sales a la calle y lanzas un deseo. «No se muere de amor», escribía, hace mucho tiempo, Antonio Gala.

La música disco sirvió para que una mujer negra, en los años 70, cantara canciones de autoafirmación. I will survive, I am what I am (Soy lo que soy), en la que canta: «I am what I am and what I am needs no excuses» -»Soy lo que soy, y lo que soy no necesita excusas»-. También canta Amazin Grace como pocas.

Su cara y su voz salían en una exposición, hace diez años, sobre la contribución que las personas negras le habían hecho al mundo. Era una muestra del International Center of Photography de Nueva York. Se titulaba For all the world to see. Visual culture and the struggle for civil rights (es decir: Para que todo el mundo lo vea. Cultura visual y la lucha por los derechos civiles). La formaban carteles, vídeos y fotografías. Los primeros tienen varias leyendas: No dogs, negroes, mexicans (“No se admiten perros, negros o mexicanos), We served colored. Carry out only (Servimos a gente de color. Solo para llevar); Drinking fountain (Fuente para beber) -con dos flechas: white, colored-; Colored seated in rear (Los negros se sientan detrás); Colored entrance only (Entrada para gente de color). También hay muñecas negras (hasta la Barbie de los 70) y fotografías de la revista Life, cuando la música (y la guerra, sobre todo, a donde fueron muchos) lograron que no pareciera extraña una portada de una viuda negra consolando a su hijo negro o una de Louis Armstrong o Billie Holiday. No lo parecen ahora: la de Life fue la primera.

La muestra era sobrecogedora: no solo los letreros: también los vídeos del Ku Klux Klan con su cruz en llamas y las capuchas blancas y la foto de un Martin Luther King pensativo, con la mano en la frente: una imagen muy famosa de Dan Weiner en blanco y negro. Lo curioso es que también son negros los trabajadores del International Center of Photography. Y se detienen en todos los letreros.

Fue hace diez años y no se me ha olvidado el asco que me han suscitado ciertas letras o el impacto de ese cartel de propaganda que mostraba a niños jugando en un césped con la sombra de una cruz gamada (Don’t let that shadow touch them. Buy war bonds). Me senté un rato frente a uno de los vídeos de la muestra: canta Shirley Verret y luego aparecen las Supremes, Ella Fitzgerald y Sammy Davis Jr., Bo Didley y unos jovencísimos Tina Turner y Stevie Wonder y más artistas negros.

Fueron los pioneros. A Sammy Davis Jr. le negaban cantar en los bares: hotel en el que no entraba, hotel que Frank Sinatra, Dean Martin, Peter Lawford y Joey Bishop tachaban de su lista. Se casó con May Britt. Esto no revestiría mayor importancia, porque el matrimonio duró 8 años (no los 20 que estuvo con Altovise Davis), si no fuera porque Britt era sueca y, sobre todo, porque los matrimonios interraciales estaban prohibidos por ley en 31 estados de los 50 que conforman Estados Unidos. El presidente John F. Kennedy, de hecho, pidió que la pareja no apareciese en su toma de posesión, para no enfadar a los blancos del Sur.

Esto lo remarco: matrimonio interracial prohibido. El matrimonio no es una cuestión de la vida privada: lo es de la pública. Y la vida pública está lanzando sobre la mesa, sin pudor ninguno, cuestiones que creíamos superadas o que no admitían más debate: la necesidad de la sanidad y la educación públicas, los derechos civiles, la manera de nombrar a la gente que desea ser nombrada de una manera y solo de esa.

Luego también ocurren cosas absurdas en este mundo nuestro. Enid Blyton no tendrá su efigie en monedas de 50 peniques por sus ideas racistas y homófobas. Esa señora escribía en los años 30 y nos mostró a un personaje al que habían llamado Jorgina y no respondía a ese nombre, sino al de Jorge y vestía con ropa masculina y no pasaba nada. Posiblemente fue el referente más claro de que había otros modos de ser que no eran el de la modosita Ana, siempre tan callada, tan muermo (de mayor le cogí cariño, pero cuando era pequeña no la podía ni ver). Podríamos decir que quizá fue el primer personaje transexual que vimos en un libro, sin saber que lo era. O, también, que fue el primer personaje que nos enseñó a ciertas niñas que había otros modos de ser. Porque por ahí (yo fui una ellas) había un sinfín de mujercitas que no encajaban en el estereotipo y que eran más Jo March que Amy y más Jorge que Ana. No usaban faldas, no querían maquillarse, no les gustaban los juegos de niñas, cosían mal a pesar de sus maestras y eran un desastre absoluto en todas las cuestiones asignadas a su género (ya saben: «no se nace mujer, se deviene mujer», como decía Simone de Beauvoir).

A algunas de ellas les debemos bailes, referentes, conceptos… y muchas noches cerrando bares. Gracias, señoras.