"Había visto ambientes en Grecia, en Turquía... Pero aquello que viví en Cáceres me dejó marcado". Lo dijo Juan Domingo de la Cruz, que ya en 1992 era todo un veterano del baloncesto español enrolado en el Prohaci Mallorca. El nacimiento de la hinchada cacereña coincidió prácticamente con su esplendor y en un abrir y cerrar de ojos, a poco que los resultados acompañaron en el inicio de la temporada, se hizo imposible conseguir una entrada para los partidos. Se produjeron escenas tan increíbles como la de cientos de personas haciendo noche en la calle para conseguir localidades.

No había espectadores. Había aficionados. Todos animaban fanáticamente al equipo, todos eran partícipes de los cánticos y del enfervorizado ambiente en contra del rival y de los árbitros, con esas gradas supletorias a un palmo de los jugadores, con esos llenos constantes y niños, adultos y ancianos en los pasillos y las escaleras. Como tantas otras cosas, aquella locura se racionalizó con el éxito.