Dara Torres tenía cinco años cuando Mark Spitz se convirtió en el Gargantúa de las piscinas. Ahora, con 41, ha sumado su 10 medalla olímpica, 24 años después de la primera. En la época de Spitz, España ganaba una medalla cada 8 o 12 años. Hoy conquista una a diario, incluso con lujos como ese bronce pírrico que nos hace centenarios. En Múnich-72, Samaranch era vicepresidente de protocolo del COI y nadie imaginaba que revolucionaría el movimiento olímpico. La natación discurría en un peque-

ño cubo gris apenas recubierto por una suerte de tienda india metálica que unía estadio y piscina edificados sobre el Oberwiessenfeld, un viejo campo de aviación nazi.

Aquel agosto de 1972, un taciturno joven de 22 años pretendía robarle siete oros al dios olímpico, pero tenía un gran enemigo: su carácter de cristal. El mundo era entonces mucho más discreto y quienes frecuentábamos la veloz pileta alemana apenas sabíamos del reto de Spitz pese a que Múnich instaló el primer ordenador olímpico: 60 terminales de un mamotreto llamado Golym con biografías de los atletas. El ordenador decía que Spitz fracasó en su intento de ganar cuatro oros en México-68, así que apenas le prestábamos atención al cruzártelo en el comedor olímpico o tomando una sauna a media tarde.

Pero se lanzó al agua y empezó a vestirse de oro. Su moral giró del cristal al acero, venció sin mirar atrás y apenas derramó una lágrima, solo una, furtiva, en el podio del 200 mariposa. Lanzado al Olimpo, la noche del 2 de septiembre se estrelló con un coche y tuvo que nadar su último reto con un importante hematoma en la espalda. Y a las nueve menos diez de la noche del 3 de septiembre, Constantino de Grecia le glorificó con su séptimo oro. Cinco horas después, un comando palestino entró en la Villa y asesinó por siempre jamás la inocencia olímpica.