Sacar a 400 millones de personas de la pobreza en 30 años le ha costado a China una factura medioambiental ruinosa. Pekín sabía que el éxito de los Juegos Olímpicos era utópico si no mejoraba la calidad de su aire. El esfuerzo no ha sido tibio: 33 medidas que han costado 8.500 millones de euros en una década. Se ha renovado la contaminante flota de autobuses, bajado el precio del transporte público, levantado un cordón verde que abraza la ciudad y aleja la industria pesada. Todo es poco para llegar en perfectas codiciones al inicio de los Juegos. A pocos días de que se inicien los JJOO se aplicará un plan de choque: cierre de empresas en cinco provincias, limitación del tráfico a la mitad de los vehículos y parada forzosa de las obras.

El resultado obvio es que el aire de Pekín es mucho mejor que hace años, y aún lo será mejor durante los JJOO. La duda es si la mejora es suficiente para albergar las pruebas de largo aliento, como la maratón o las pruebas de marcha. Los expertos y atletas no se ponen de acuerdo. Gebreselassie, plusmarquista de maratón y asmático, renunció a correr, no quería correr peligro. Paula Radcliffe, su homóloga femenina, opina que se exagera el peligro, que no es para tanto. En caso de que la atmósfera se enturbie, Pekín recurrirá a la lluvia artificial, para que el ambiente esté menos contaminado y la respiración sea mejor.

El último reto es una epidemia de algas en Qingdao, sede de las regatas. Un manto verde cubre más de 150 kilómetros de superficie, entorpeciendo la preparación de los atletas. Más de 1.000 barcos trabajan a diario para eliminarlas.