Alberto Contador estaría equivocado si en algún momento pensó que Lance Armstrong era su gregario de lujo. Y si por un instante creyó las palabras del tejano, en público y en privado, de que le ayudaría, también. Armstrong es un campeón, un grandísimo campeón, y por esta razón su orgullo no le permite ni entregarse al supuesto líder del equipo, ni venir al Tour de comparsa. Si está aquí, si se ha reenganchado al servicio militar de la ronda francesa, no ha sido para convertirse en un corredor chusquero, sino para triunfar en París. O al menos para intentarlo. Y ayer quedó claro.

Armstrong fue la única estrella de la carrera que aprovechó un corte provocado por el viento a 30 kilómetros de la meta. Contador no entró por poco, porque Sergio Paulinho, su hombre de confianza, no estuvo hábil en una rotonda. El portugués fue el último en soltarse. Detrás iba Contador. Y también Cadel Evans, Carlos Sastre, los hermanos Schleck, todos los favoritos. Todos, menos Armstrong. Detrás, nadie tiró. ¿Por qué? Tal vez porque la presencia de Armstrong no inquietaba --tampoco preocupó Oscar Pereiro en el 2006 y acabó ganando el Tour--. Quedó patente en las declaraciones de Sastre: "No le hemos dado importancia". O de Menchov: "¿Importa? Todos los favoritos estábamos detrás".

Importase o no, con el Columbia buscando la segunda victoria consecutiva de Mark Cavendish, con Fabian Cancellara defendiendo el jersey amarillo en el corte, Armstrong viajó en carroza y con dos compañeros, el vasco Haimar Zubeldia y el ucraniano Yaroslav Popovych. Hasta allí todo normal, incluso tácticamente la situación no era mala para el Astana. Sin embargo, a ocho kilómetros de meta, Popovych levantó la mano, Zubeldia, ciertamente incrédulo, lo siguió. Johan Bruyneel, el mánager, había ejecutado la orden.

"A tirar". A tirar para que Armstrong ganase segundos, a tirar para que Contador perdiese la posibilidad de vestirse hoy de amarillo e igual llegar con esta prenda a Barcelona si su escuadra derrota a la de Cancellara en la crono de equipos.