Lance Armstrong sólo tiene un enemigo que puede apearle de la ruta victoriosa hacia el sexto Tour consecutivo. Y no rueda en bicicleta. No se llama Jan Ullrich, ni Iban Mayo, ni Paco Mancebo, ni Tyler Hamilton. Ni siquiera Ivan Basso, la perla del ciclismo italiano, el ganador de ayer, en La Mongie. El enemigo del tejano es él mismo. Sólo a él se le puede escapar el triunfo, porque ni siquiera un auténtico monstruo del ciclismo está libre de quedarse un día sin fuerzas. Y, entonces, por mucho que le respeten, nadie se apiadará de él.

Sigue teniendo el mejor equipo. Continúa siendo el más listo. Interpreta mejor que nadie la carrera. Observa a sus rivales. Jamás se precipita. Nunca da una pedalada en falso. Por eso, ha ganado cinco Tours consecutivos. Y, por idéntica razón, puede volver a triunfar en París. El dominio de Armstrong, su forma de actuar, todo, recuerda al mismo guión que se va repitiendo año tras año desde 1999, cuando venció por primera vez en los Campos Elíseos.

EL LATIGO Llega la primera cuesta decisiva de la carrera --ayer le tocó a La Mongie, o lo que es lo mismo, al Tourmalet sin los últimos tres kilómetros--, y él aparece con su látigo tirano.

Sólo hay pequeñas diferencias. Ayer, el tejano ni siquiera tuvo la necesidad de mostrarse tan poderoso como otras veces. Los rivales, de forma más o menos escandalosa, se hundieron. El, no. La Mongie, por el agua, por los cambios de temperatura, por lo que sea, afectó a los músculos de sus adversarios. A los de Armstrong, no. Ullrich se dejó 2.30 minutos. Tyler Hamilton llegó a 3.27. Roberto Heras cedió casi tres minutos, mientras que Mayo, con las piernas sanas pero la carrocería maltrecha por tantas caídas, aguantó el chaparrón, aunque perdió un minuto. Todos iban cayendo por el camino y él se mostraba imperturbable. Nunca se sabrá que buscaba Ullrich cuando trató de cortar a Armstrong en el descenso del Aspin, con el US Postal en formación beligerante.

El alemán nunca será un buen estratega. Y más, si se tiene en cuenta su confesión tras el error: "En el Aspin ya vi que las piernas no funcionaban como yo quería". El Aspin fue la primera cumbre pirenaica. Por allí pasó el US Postal al frente de un pelotón que sufría a su estela. Armstrong, sin moverse. Sin precipitarse. Los ocho kilómetros de subida a La Mongie ofrecían suficiente dureza para iniciar la ejecución colectiva.

LA RECOMPENSA Hamilton fue el primero en ceder, antes que Ullrich y Heras. Demarró Carlos Sastre. Y se marchó. De repente, atacó Paco Mancebo, el más potente de los españoles.

Lo hizo por dos veces, con algo de precipitación, como el mismo reconoció. El segundo golpe del líder del Illes Balears fue la señal para que Armstrong dijera basta. Había observado que Mayo, el escalador que más le preocupa, iba demasiado a rueda. Sólo le aguantó Basso. El alemán Andreas Klöden, que quiere ser la revelación del Tour, trató de seguirle. Y tampoco pudo.

Sólo Basso se mantuvo a su lado. La gesta tuvo la victoria de etapa como recompensa. El tejano no le disputó la llegada. A él, ahora, sólo le importa reinar en París. Por sexta vez. Lo demás se lo deja para los que se quieran sumar a la fiesta. Ayer fue Basso. Hoy puede ser otro, pero él es la estrella del firmamento del ciclismo mundial. Y lo demuestra cada vez que le hace falta.