La Olimpiada es una unidad de tiempo: son los cuatro años que transcurren entre dos oportunidades de convertirse en leyenda. Y ya ha transcurrido otra unidad de tiempo, con lo que aquí estamos de nuevo para hablar de los atletas tras haberles olvidado durante una Olimpiada. Y aquí están, para clavar sus méritos en nuestras pupilas y conquistar un nanosegundo de gloria imperfecta tras cuatro años en el lado oscuro.

El 29 de agosto de 2004, en la despedida de Atenas, les pronosticamos que nadie se acordaría de ellos, pensando en ese largo y oscuro túnel del tiempo que llevaba hasta Pekín. Y así ha sido. El balón y los oropeles les han ocultado durante una larga Olimpiada mientras ellos, en el silencio de los días pequeños, preparaban sus cuerpos. La unidad olímpica de tiempo posee dos medidas: el oro y el plomo. Nosotros hablamos del oro, pero ellos vienen del plomo. Cada Olimpiada es una Edad del Plomo para los deportistas. Son cuarenta y ocho meses de hierro y fuego. En la sala de pesas del estadio olímpico de Helsinki un letrero proclama: El resultado final es fruto del entrenamiento silencioso, continuado y meditado. ¡Mentecatos! ¿Qué es eso de pedir silencio en estos tiempos mediáticos? Y, sin embargo, miras el palmarés olímpico y adviertes que ni un país en el mundo, salvo EEUU, ha conseguido tantos oros en atletismo (49) como Finlandia: ni Rusia ni Alemania, ni los vecinos escandinavos o los etíopes.

Como decía Picasso, lleva tiempo llegar a ser joven y no es algo que pueda improvisarse, como comprobamos en cada edición olímpica. A una cita quizás llegas demasiado pronto y a la siguiente, algo tarde. La juventud es ese pájaro escurridizo que vuela de Juegos en Juegos buscando un podio laureado sin temor al batacazo.