Adónde iba? ¿Por qué lo hizo? ¿Trató de atemorizar a sus rivales? ¿Quizás está demasiado nervioso? ¿Hay que nadar y guardar la ropa en el Tour de las 100 ediciones? Sea la razón que sea, Chris Froome no está para bromas. Viene a ganar. Y, por si fuera poco, se siente muy seguro de sí mismo. Ni él, ni su equipo, el Sky (que ayer también pasó a la acción), van a permitir que sus contrincantes respiren. Ni aquí en Córcega, ni a partir del martes en el continente francés. ¿Lo conseguirán? Es la gran cuestión y un magnífico aliciente para una carrera que apenas ha celebrado dos etapas.

La cota del Salario, en plena ciudad de Ajaccio, la capital corsa, famosa porque aquí nació Napoleón Bonaporte --quizás igual de admirado que de odiado por los propios habitantes de la isla--, se presentaba con porcentajes que habrían puesto los pelos de punta al propio emperador si en su época hubiesen existido las bicicletas. Era necesario retorcerse. Era obligado colocar el plato pequeño con el mayor de los piñones. Las bicicletas se agarraban al asfalto. De haber estado allí la meta, por ejemplo, un ciclista como Purito Rodríguez habría sido muy feliz. Pero no, el Tour quiso instalar la llegada en tierra de nadie, adonde el público solo podía acudir en barco, en un paraje denominado la Ruta de los Sanguinarios donde el belga Jans Bakelants (RadioShack) logró un triunfo agónico para vestirse de amarillo.

Si la ronda francesa hubiese seguido el ejemplo del Giro o la Vuelta, la llegada podría haber sido en la propia ciudad de Ajaccio y en esa cota donde Froome se probó a sí mismo y a los rivales. Fue un ataque arrogante, de furia, para decir aquí estoy yo y cogedme si queréis. En otros tiempos, por ejemplo hace 20 años, Miguel Induráin se habría sorprendido tanto o más que Alejandro Valverde ayer. El navarro defendía la teoría que siempre había que administrar las fuerzas, porque inesperadamente, como cuando no se reposta en una estación de servicio, el cuerpo puede entrar en reserva.

Froome está muy fuerte. Lleva el dorsal uno y, ciertamente, ese número que le habría correspondido a Bradley Wiggins puede ser suyo en propiedad el año que viene, porque es un candidato muy serio para llegar a París vestido de amarillo.

La respuesta pronto se encontró en la figura de Valverde, muy concienciado este año. Quizá como nunca antes se le había visto en el Tour. Sin afeitar, tal como hace en la Vuelta, que ha ganado, y donde hasta ahora se sentía más a gusto que rodando por Francia. Al final fue el Saxo-Tinkoff de Contador el que se puso a trabajar y pronto neutralizó los escasos segundos con los que Froome se había hecho.