Es casi una experiencia religiosa. Por eso la fiesta cristiana de La Ascensión señala cada año, desde hace más de 70, el jueves que abre la celebración del Gran Premio de Mónaco. Y en todo este tiempo no ha perdido nunca su esencia: una congregación de millonarios divirtiéndose alrededor de los automóviles. Yates, helicópteros, jets, diamantes, bellas mujeres, lujo y famoseo de todo tipo agitan el cóctel más glamuroso del deporte. De Mónaco al cielo, como en La Ascensión.

Pero todo ese atrezzo se derrumbaría más pronto que tarde si Mónaco no viviera de un espíritu legendario que hace de esta carrera una cita única. Aquí, en las tortuosas carreteras de la Costa Azul, nació el automovilismo deportivo hace más de un siglo y la roca de Montecarlo ha sabido conservar esa magia como en ningún otro lugar. El primer GP de Mónaco se disputó mucho antes de que naciera la Fórmula 1. Fue en 1929, y desde entonces siempre se ha celebrado en las calles del Principado. En el transcurso de los años, la pista ha sufrido muy pocos cambios.

Lamiendo el guardarraíl Cualquier aficionado a este deporte se conoce de memoria los poco más de tres kilómetros del trazado. También la historia de accidentes tan míticos como el que finalizó con el campeón del mundo Alberto Ascari en el agua del puerto (1955), o el que supuso la muerte de Lorenzo Bandini en 1967, cuando las balas de paja avivaron el fuego de su Ferrari.

Mónaco ha sido siempre una prueba especial. No hay escapatorias y el guardarraíl espera cualquier error para destrozar los coches. Decía Ayrton Senna, el malogrado brasileño que aún tiene el récord, con seis victorias en el Principado, que era capaz de cortar con la rueda del coche "la cabeza de una cerilla situada en el guardarraíl". Los comisarios suelen colocar palillos para comprobar quién es el piloto que más se acerca.

Los mejores llegan a hacerlo. El resto, acaba destrozando su coche o fuera de los puestos de honor que dan acceso a recibir los trofeos en el podio por parte de la familia Grimaldi.

Fue precisamente el fallecido Príncipe Rainiero quien supo ver en este espíritu automovilístico uno de los pilares para convertir su pequeño Principado en lugar de encuentro para la jet-set de todo el mundo. La familia Grimaldi gobierna desde el siglo XIII este espacio de dos kilómetros cuadrados que ni siquiera hoy supera los 25.000 habitantes.

El matrimonio del príncipe con Grace Kelly ayudó especialmente a la construcción del mito de Mónaco como paraíso del lujo. Desde aquellos años 50, la eslora de los barcos atracados en los puertos no ha parado de aumentar, incluso incluyen ya una cubierta especial para un helicóptero. Y cuanto mayor es el barco, más pequeño es el bikini de las mujeres que lucen en cubierta. Solo un dato: amarrar un yate en el puerto monegasco la semana de GP cuesta 40.000 euros. Nada más y nada menos, que diría el castizo.