Nada más conseguir su enésimo triunfo y convertir a España en la mejor del mundo, Rafa Nadal se rebozó en tierra batida, una tradición que al rey de Roland Garros le sale de maravilla. Luego, durante breves segundos, no muchos, contados, se dejó acariciar y besuquear por los suyos, por sus colegas, por sus amigos, por sus compañeros de equipo. Pero, inmediatamente, se los sacó a todos de encima y fue, como no, a saludar, a consolar, a felicitar por su oposición a Juan Martín del Potro que le estaba esperando en la red. No, no, don Rafael, el señor Nadal, no se olvidó de su oponente. Nunca se olvida de su oponente. Porque don Rafael, el señor Nadal, si algo es, además de uno de los diez mejores tenista de todos los tiempos, es todo un don, todo un señor. Y allí, en la red, abrazó con cariño a Del Potro, le felicitó por lo mucho que le había hecho sufrir durante más de cuatro horas y, sin duda, le consoló.

Puede que le dijera 'algún día será vuestra'. Y, como no, antes de más festines, de más abrazos, de más cánticos, de felicitaciones y saludos reales, de olés, olés, olés, de besos familiares, medallas y ensaladeras, don Rafael, el señor Nadal, se fue al banquillo argentino y, uno por uno, estrechó la mano de sus componentes, fuesen o no jugadores, consolándoles en la desgracia. De cualquier otro se hubiese podido pensar cualquier cosa. No de don Rafael, no del señor Nadal, que últimamente sabe lo duro que es perder. Y perder algo que persigues, que quieres, que peleas con ahínco. Argentina, toda Argentina, recibió la pleitesía del campeón, el mayor honor que puede recibir el perdedor.

Ese es don Rafael, el señor Nadal, el deportista más querido y admirado en toda España. El muchacho que ayer, en Sevilla, completó su segundo partido de gloria para que, sumado al magistral martilleo, sacrificio, maratón de David Ferrer, España sume su quinta Copa Davis. Alguien que tiene de su lado a un tipo así puede esperar cualquier milagro deportivo. Como ganar la Davis después de ser eliminado en el torneo de maestros. Y lo grande es que, al día siguiente, nadie, nadie, nadie en España dudó que el número uno español volvería a ser don Rafael, el señor Nadal. Y volvería a rebozarse en polvo de ladrillo, como dicen los argentinos.