En los años 90, sin la presión actual de cumplir puntual con la web, uno podía bajar a los vestuarios y zanganear por ahí durante el rato que quisiera tras un partido de una final de la NBA. Ya fuera en Chicago, Salt Lake City o Seattle, se deambulaba a la caza de alguna declaración mientras se contemplaba a los Kukoc, Rodman o Longley salir de la ducha y vestirse rodeados de todos los periodistas y cámaras que cabían en el camerino de los Bulls. A Scottie Pippen se le veía poco. A Michael Jordan no se le veía nunca. Rehuía ese primer encuentro desordenado con los medios. Se recomponía aparte. Ya después atendería a las preguntas, pero desde un estrado y con micrófono. Orden en el caos.

En más de una ocasión quien esto firma siguió a Jordan desde el exacto momento en que emergía del vestuario hasta que alcanzaba el todoterreno de color rojo intenso que le aguardaba en un túnel del United Center con la puerta abierta y el motor caliente. Un trayecto de cinco o diez minutos que en su caso se alargaba fácilmente un par de horas.

Le abrían las aguas algunos de los seis guardaespaldas que los Bulls tenían en nómina para proteger a la superestrella, seis expolicías de Chicago que pasaron de la lucha contra el crimen y el narcotráfico a la batalla contra el fan tenaz o el reportero terco. Avanzaba mascando chicle, la expresión satisfecha y un traje de muchos dólares, ralentizado el paso por el enjambre de cámaras y fotógrafos que le rodeaba. Llegaba al estrado para una rueda de prensa que no bajaba de la media hora. Al acabar, se levantaba, empezaba a caminar y el enjambre volvía a formarse a su alrededor.

Le requerían varios famosos del deporte o el espectáculo, que le esperaban pacientemente para saludarle. Lo mismo un puñado de conocidos que iban acompañados de otras tantas amistades. Luego le tocaba el turno a algún minusválido, con los que posaba frente a aquellas cámaras de bolsillo. Y después más estrellas del cine, más conocidos, más amigos de amigos. Con todos mantenía una corta y alegre charla. De todos recibía parabienes por alguna rutinaria exhibición. Hasta que al fin se sentaba en el todoterreno que le llevaba a su mansión. La calma estaba a una hora del centro de Chicago.

Viaje crepuscular

Cualquiera que estuviera cerca de aquellos Bulls y de aquel Michael Jordan tenía la sensación de contemplar la materialización de un equipo mitológico liderado por el mejor jugador que nunca pisó una cancha de baloncesto. Desde el principio de la temporada 97-98 se sabía que aquel equipo se desmembraría al concluir el curso. El último baile, lo definió entonces Phil Jackson, el técnico zen. Todo aquel viaje crespuscular fue filmado por la propia NBA y guardado en un cajón de Nueva Jersey durante 20 años. Y se rescata ahora después de no pocos intentos fallidos de convencer a Jordan, que ostentaba todos los poderes para dar el sí, y cuando un zumbido, atribuible al paso del tiempo, ha osado cuestionar el trono del número 23. Al fin y al cabo Lebron James ha alcanzado ocho finales consecutivas.

Las miradas atrás suelen estar llenas de trampas. ¿Cómo se contemplará el legado de aquel equipo deslumbrante y repleto de personalidades variopintas tras verse la docuserie de 10 horas? ¿Y cómo se aceptará desde la visión contemporánea el fanatismo por la victoria de Jordan? Durante años circularon historias legendarias sobre su naturaleza competitiva, de abusos verbales y hasta físicos a compañeros de equipo, con el propósito de inculcarles su ética de trabajo y su mentalidad militar de éxito.

Van a pensar que fui un mal tipo, ha declarado Jordan sin apenas remordimiento a sus 57 años. La historia del deporte está llena de ejemplos de números 1 comportándose como tiranos. Es el precio que imponen por subirse al carro del que tiran hasta arriba. Y con Jordan, ya se verá en El último baile, se viajó a lo más alto posible frente a los focos más potentes.