Imagínese la situación. Está atardeciendo, falta poco más de una hora para que comience el partido clave de los Juegos. Acaba usted de salir de la Villa Olímpica y va sentado lo más cómodamente que la estrecha separación entre asientos le permite, en uno de los autobuses de línea que la organización de los Juegos ha puesto a disposición de su delegación. El vehículo vuelve a pasar por esa rotonda que ya comienza a resultarle familiar y van tres veces. A la cuarta, la conductora detiene el autobús de un frenazo en seco y sin más, desciende del mismo y se acerca hacia la primera cabina telefónica que ve, la que hay justo en la esquina. Antonio Díaz Miguel pregunta qué diablos está pasando y el voluntario que acompaña al equipo y sirve de guía le dice que nos hemos perdido y que la conductora está llamando a la organización para que le indiquen cómo llegar a tiempo antes del partido. Es evidente que eran otros tiempos. No existía la posibilidad de que entráramos en la final de los Juegos, pero sucedió.