Pues sí, señoras y señores: está ganando Mourinho. El Mundial demuestra que su concepto del fútbol, el juego recio y trabado pero profundamente especulativo, se ha convertido en la gran referencia para los estúpidos técnicos que dirigen a las grandes selecciones.

Estamos ante una gran mentira planetaria. La crema del mundillo de los entrenadores alaba, de boquilla, el fútbol creativo y ordenadamente ofensivo de Rijkaard, pero a la hora de la verdad pone en práctica el de Mourinho. Y con ese juego (que cuando se despliega, no sé porqué, me recuerda a lo que hacían las brigadas de trabajadores colectivizados del Este de Europa en los años 50) se lucha mucho y se chuta poco, los resultados acaban siendo cortos, brillan escasamente las figuras y los espectadores vibran por su adhesión a los colores que defienden, pero no por el juego que presencian.

No sé si estamos en una regresión futbolera hacia una oscura Edad Media, pero, como en la otra, en estos momentos quienes imponen su ley son los guerreros más fuertes, los futbolistas físicos y obedientes, no los librepensadores o los imaginativos. Y quienes mueven los hilos en esa dirección desde los banquillos son unos reaccionarios con mentalidad de inquisidores, ya que cortan las alas a la inspiración personal y a la libertad creativa. Les ayudan unos árbitros cobardes con escasa personalidad que juzgan casi siempre a favor de quienes conviene que ganen, y se mueve todo ello dentro de unas estructuras futbolísticas cínicas que premian a los colegiados que, como Medina Cantalejo, evitan --con penaltis injustos en el último minuto, si hace falta, como mandan los cánones-- que selecciones con tan poco pedigrí como Australia ensucien con su presencia las rondas finales de los torneos.

El mouriñismo-leninismo es muy sólido y contundente atrás, horizontal en el centro del campo y deja en punta a unos náufragos aislados --generalmente, solo uno--, a ver qué pasa. Se juega dejando pasar tranquilamente el tiempo, intentando cansar al rival, a la espera de que haya un fallo del adversario o momentos en que un encadenado de circunstancias muy favorables permitan una ofensiva puntual desbocada en la que tu equipo corra pocos riesgos. Lo que podríamos llamar el fútbol de verdad, arriesgando y al ataque, haciendo eso que los comentaristas bobos llaman "romper el partido", únicamente se despliega si el equipo contrario marca primero. Con esos conceptos, si los dos conjuntos hacen lo mismo, lo natural es que haya muy pocos goles, muchos empates a cero, bastantes victorias por la mínima y, en los torneos como éste, cada vez más necesidad de recurrir a las prórrogas y los penaltis.

La derrota de Ronaldinho

Subrayo otro aspecto esencial de esta deriva que ha quedado de manifiesto en Alemania: la falta de apoyo a las figuras. Este fútbol-gris intenta disponer lógicamente --faltaría más-- de los mejores jugadores. Pero, a la hora de la verdad, en el mouriñismo los que dirigen las maniobras y deciden las cosas son grandes obreros fuertes y disciplinados, mientras los cracks de la delantera, generalmente poco asistidos, han de ganarse la vida subiendo y bajando, dependiendo tanto del sudor de sus frentes y la solidez de sus pantorrillas como de la inteligencia de sus cerebros. Mourinho, el mesías de esta nueva religión, no engaña: en el Chelsea, frecuentemente, Robben y Drogba ni siquiera juegan los 90 minutos.

Rijkaard, la alternativa, tiene un concepto distinto: su equipo juega hacia delante, al ataque, y los obreros del conjunto no tienen como misión central resolver las cosas sino respaldar, apoyar y realzar el fútbol de las figuras para que sean éstas las desequilibrantes y determinantes. Y para que hagan goles, todos los goles que puedan. El 1-0 no es ningún objetivo ideológico en ese planteamiento. Ronaldinho, que ya ha probado la dulzura de lo que es eso, ha estado nefasto en el Mundial, dejado de la mano de Dios por sus compañeros y condenado por el seleccionador Parreira a jugar únicamente los balones que pudiese capturar. Es verdad que ha llegado a Alemania gastado y que en el partido contra Francia fue el peor de su equipo, ya que perdió casi todas las pelotas que tocó. Pero Ronaldinho ha llegado a este Mundial sabiendo que ni Parreira ni sus propios compañeros de equipo apoyaban el modelo de juego que le convierte a él en ganador. Así, efectivamente no ha ganado. Pero Parreira y sus compañeros de equipo tampoco. Brasil ha perdido jugando, decepcionantemente, como el Madrid de los últimos tiempos: con demasiados cracks al mismo tiempo, todos desasistidos, en el contexto de un equipo lento, pecador de autosuficiencia y con escaso espíritu de lucha colectiva. Podía y tenía que ganar si jugaba a su propia altura, pero no lo hizo.

Francia, la excepción

Este Mundial está siendo curioso. En la primera fase los grandes equipos clásicos pasaron muchos apuros contra países futbolísticamente emergentes. Como las selecciones tradicionales dependen ahora tanto del fútbol físico, enfrentadas a conjuntos africanos, asiáticos o de Oceanía repletos de hombres que además de haber mejorado su nivel técnico corrían como gacelas y presionaban como búfalos, lo pasaron mal. O necesitaron excesivamente del partidismo de los árbitros, que se pasaron los encuentros de la fase clasificatoria rejoneando a aquel puñado de selecciones que la FIFA llevó a Alemania para que hubiese muchos partidos para televisar, perdiesen y dejasen luego el campo libre para que el título se disputase entre la decena de países de siempre. Luego, en los octavos y los cuartos, esos equipos clásicos han puesto de manifiesto que vivimos dentro de una apoteosis de fútbol tacaño.

En este horizonte, no nos debe extrañar que haya llegado tan lejos Italia, la reina del modelo que Mourinho ha acabado de perfilar. Irregular, poco brillante, aunque con ramalazos de clase y experiencia, al final resulta que tiene posibilidades. Como Portugal, núcleo duro del juego gris y centrocampista que gana los encuentros sin disparar prácticamente a puerta, que podría obtener el mejor éxito de su historia. Pero la favorita más nítida es Alemania, con el factor campo a favor y menos tímida a la hora de ir al ataque.

Y queda Francia, la Resistencia. Ante Brasil demostró que en algunos momentos sabe encarnar al quintacolumnismo y el maquis futbolero de calidad frente al mouriñismo. Además, atención: posición colectiva de saludo ante Zidane. O bien ha resucitado, o bien ha estado engañando al Real Madrid toda la temporada, dosificándose para estar en condiciones de volver a triunfar en este Mundial. En cualquier caso, es el único crack que ha estado a una altura imperial en Alemania, desbordando todas las previsiones.

Pero no ha sido únicamente Zidane: ha sido todo el equipo de Francia el que ha superado psicológicamente esa veteranía consustancial que en los dos últimos años le había hecho acreedora al sello de selección acabada y decrépita. Tanto ante España como frente a los brasileños, ha recordado una lección clásica. Si la fortaleza de hombres como Vieira, Gallas, Makelele y Thuram va acompañada de su nivel de clase, si la conjunción llega al nivel que esta vez ha vuelto a exhibir Francia, y si los demás jugadores tienen la humildad necesaria para arropar a figuras como Zidane, Henry y Ribéry, todo es posible. Aunque ya me haya equivocado en esta valoración, insistiré en decir que me parece difícil que Francia, con tantos años en las piernas, pueda mantener ese ritmo. Pero sería fantástico que el buen juego que ella ha encarnado en estos dos encuentros tuviese como premio poner todavía en un ridículo mayor a todos los medios de comunicación españoles, que jubilaron prematuramente a quienes son bastante mejores que todo lo que encarnan Raúl, Luis Aragonés, el Marca y Manolo el del bombo juntos.