Cuando el 6 de julio de 1996, Miguel Induráin entró en crisis en los Alpes, sonó un estruendo de júbilo en la meta de Les Arcs. Seis triunfos consecutivos eran demasiado para un pueblo que goza con el Tour y que, lamentablemente, no encuentra corredores capacitados para triunfar en París. Ya han pasado 19 años de la última victoria francesa, a cargo de Bernard Hinault, el último gran campeón que ha dado el país. Francia se aburrió con el dominio de Induráin, como le ocurre ahora con Armstrong, y como le habría pasado si los cinco segundos puestos de Jan Ullrich se hubiesen traducido en victorias absolutas.

Conociendo los entresijos de la prueba y la habitual reacción del público y la prensa francesa, no resultaría nada extraño que se inclinen hacia el alemán, Mayo o quien sea, si se ve una sombra de duda en el tejano. De hecho, ya se vivió este episodio el año pasado, cuando Armstrong mostró signos de debilidad, en la contrarreloj de Albi y en la primera etapa pirenaica. Armstrong no acaba de resultar simpático en Francia. Siempre ha marcado distancias y se ha rodeado de grandes medidas de seguridad, algo que jamás habían hecho las estrellas precedentes.