El escenario tiene 716,5 metros cuadrados de tierra roja. Está en el Bois de Boulogne en París. El propietario se llama Rafael Nadal Parera, tenista de 32 años. Un campeón estratosférico que ayer levantó por undécima vez la Copa de los Mosqueteros y que desde el 2005 no ha perdido una final en la central Philippe Chatrier. El último en intentarlo, Dominic Thiem, austriaco de 24 años, se marchó de la centenaria central que mañana derruirán tras sufrir un duro correctivo( 6-4, 6-3 , 6-2) a manos de un indestructible campeón que dio una nueva exhibición y anunció que le queda cuerda para rato.

«La victoria pertenece al más obstinado» era el lema del legendario piloto francés Roland Garros al que ayer, antes de la final, se rindió homenaje en el centenario de su muerte. Su máxima la podría haber firmado el mismo Nadal. Nadie es más obstinado que él para superar contratiempos y buscar la victoria como si la vida le fuera en ello. Así ha escrito su leyenda. Y ayer volvió a hacerlo. El programa oficial del torneo anunciaba la final preguntándose en la portada «¿Cambio de poder?». Parece que no conocen a Nadal, pero, por si acaso, el campeón demostró de salida que no quería sustos. Tenía un respeto máximo a Thiem.

EL PLAN DE THIEM NO FUNCIONÓ / Nadal no quería sorpresa como en otros partidos y ya desde el primer punto usó la máxima presión. En cinco minutos tenía el 2-0 y Thiem solo había ganado un punto de seis. Su plan funcionaba; el austriaco, que dijo que tenía uno «para ganar a Nadal», no parecía poder emplearlo ante la presión a la que le sometía el número 1 del mundo manteniéndolo a cinco metros de la línea de fondo y machacándole el revés, una y otra vez.

Thiem capeó el 3-0 como pudo y rompió el saque de Nadal para igualar el marcador (3-3). Parecía que el austriaco reaccionaba y, con esfuerzos sobrehumanos y mucho riesgo, mantenía el pulso. Pero en el momento decisivo para dilucidar el set todo su trabajo y esfuerzo se vino abajo. Titubeó y tres errores no forzados le costaron el saque y el set tras 57 minutos. Nadal le obligó a jugar al límite cada bola. Cuando más dificil era la situación, el manacorí sacaba un golpe imposible de su Babolat, ahora una dejada inesperada, después un globo imposible, un passing que limpiaba la línea o una bola que caía a peso muerto, sin respuesta. Un tormento. Puntos que valían por dos, por la frustración y desesperación del austriaco. En esos momentos la montaña se hace difícil de escalar para cualquiera que sea humano, aunque se llame Thiem y esté entrenado en las fuerzas especiales austriacas. «Cuando has perdido un set y vas 3-0 abajo solo ves a Nadal delante tuyo, ves sus 10 Roland Garros y, detrás, a toda su gran familia, que parecen muchos más», decía Juan Carlos Ferrero, campeón del 2003.

LA MANO DORMIDA / Con el plan a en la papelera y el plan b fulminado por Nadal, a Thiem solo le quedaba empezar a «rezar», como había dicho su entrenador Galo Blanco en la víspera. «Confiar que Nadal no tenga su mejor día». Pero eso en una final, y especialmente en Roland Garros, nunca va a misa. Nadal no dio opción a pesar de que se asustó en el tercer set (3-1), cuando se le dormía su mano izquierda y tuvo que ser tratado en la pista, quitándole el vendaje compresivo que llevaba y haciéndole masajes porque se le dormían los dedos. Ya había tenido problemas en el partido contra Diego Schwartzman. Dijo que era por la humedad y que las muñequeras le resbalaban.

«Quedaba tan poco. Habría sido terrible, una tragedia», admitía Toni Nadal, que se sentó en su silla del palco como en los viejos tiempos. «Me lo ha pedido Moyá», explicó. «Yo ahora soy su tío, no su entrenador». Aunque su voz resonó todo el partido en la Chatrier. No hubo tragedia. Tras 2 horas y 42 minutos, Nadal levantó los brazos al cielo. La undécima se va para Manacor y él sigue siendo el mejor de la tierra. La historia interminable continúa.