Ayer ganó el belga Jelle Vanandert, pero hubo otro gran protagonista. Si sobre el jersey del arco iris suele pesar una maldición, el amarillo del Tour da alas. Lo dicen todos los que lo han llevado. Sobre todo, los corredores más modestos. Por astucia, fortuna o calidad llegan a vestirse del amarillo y no hay quien se lo quite. Que se lo pregunten a Thomas Voeckler, para quien la historia se repite. La foto más repetida del galo data del 2004, en la cima del Plateau de Beille, la misma montaña que acogió el final de la tercera etapa pirenaica.

Voeckler cruzó entonces con ese amarillo abierto, la cara compungida, con una sonrisa entre la felicidad y el agotamiento. Logró defender aquel día su liderato ante el acoso del ganador, Armstrong, que poco a poco le iba restando los nueve minutos que Voeckler había conseguido de ventaja en una escapada en la primera semana.

El héroe francés del 2004 logra encender ahora, como jefe de filas del Europcar, aún más su país, tan necesitado de un triunfo en su carrera nacional desde que en 1985 la ganara Bernard Hinault. Una eternidad. Y tras el paseo por los Pirineos, los franceses se lo empiezan a creer. Y él mismo: "En Luz Ardiden me di cuenta de que no estaba tan lejos de los mejores. Algunos me quitaron unos segundos, pero en la cabeza no lo sentí como una derrota", admitió ayer, algo sorprendido: "Para alguien que siempre va atrás en la montaña, es muy raro verse delante".