Lo podríamos llamar el síndrome del hombre del tiempo y no me refiero a una enfermedad de los Mario Picazo o José Antonio Maldonado, sino de lo que nos ocurre un poco a todos aquellos que practicamos deportes al aire libre casi a diario. Supongo que será un síndrome que también sufrirán quienes trabajen al aire libre, en el campo o en la ciudad, y se muestra en que nos convertimos en unos expertos en microclimas y en detectar indicios tan sutiles como el vuelo de los pájaros para saber si va a llover o no, la dirección del viento para saber si la tormenta viene hacia nosotros o se aleja, si escampará la niebla de mañana descubriendo una preciosa tarde o será un día frío y cerrado.

Este síndrome lleva incorporadas, por tanto, una serie de manías como mirar por la ventana el cielo nada más levantarte- y el suelo por si ha llovido. Mirar cada dos por tres las webs de meteorología con las predicciones para los próximos días en nuestra ciudad o allá dónde vayamos a competir y otras muchas.

Y no es que seamos unos expertos de todo el clima, pero sí de esos microclimas que hay en cada lugar que frecuentamos- en mi caso, recuerdo muy vivamente los días de niebla de Mérida, que muchas veces le costaba levantar, el viento predominante de poniente que siempre nos daba a favor al volver de los entrenamientos por el camino antiguo de Valverde de Mérida; en Cáceres el frío húmedo de El Cuartillo, a la sombra de la sierra de la Mosca que siempre hacía que refrescase un poco más de la cuenta; o en Madrid el frío viento del norte, de la sierra, que nos deja helados en los entrenamientos, o la humedad de la Casa de Campo y del Manzanares que nos llega en invierno hasta los huesos, pero que en verano nos refresca. Son las cosas del tiempo y el deporte.