El pasado viernes viví emocionadamente en Madrid, primero por televisión, la presentación de las candidaturas y luego en directo, en la plaza de Oriente, la decisión sobre la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Emoción por muchos frentes, uno de ellos porque unos Juegos Olímpicos en mi país serían una gran despedida para mi carrera deportiva si consiguiera llegar hasta esas fechas, quizás ya centrado en la prueba de maratón, con 38 años, por las calles de Madrid, ante mis familiares, amigos. Indescriptible.

Otro frente, por el esfuerzo inmenso realizado por personas que se han volcado, que tenían la misma ilusión o más que yo por que se consiguieran esos Juegos Olímpicos.

Y, por último, otro frente por mis paisanos, en Mérida y en toda Extremadura, por ese pedacito de candidatura olímpica que iban a poder disfrutar como subsede de fútbol a menos de cien metros de mi casa donde podría seguir escuchando los goles sin problemas desde mi habitación como tantos y tantos domingos.

La ilusión me embargaba y no podía reprimir unas lágrimas viendo los vídeos que se proyectaron durante la presentación de nuestra candidatura- tanto esfuerzo, tantas victorias, tantas caras conocidas, la emoción del deporte a flor de piel, pero todo acabó a las 18.50, en la plaza de Oriente, cuando la primera voz se alzó: ¡Ha sido Río! ¡Los Juegos para Río!

Algo se apagó dentro de mí, como aquel viajero que llega al andén mientras el último tren arranca y escapa por la vía- sin fuerzas, ni siquiera para levantar la mano y correr sabiendo que el esfuerzo será en vanom ya que el tren no se detendrá. Adiós Madrid 2016, pensé, como nos cantaba Víctor Manuel: "a dónde irán los besos que no damos" - a donde irán los Juegos que no celebramos.