A punto de cumplir 84 años, sigue activo, pero activo de verdad. Cuando la mayoría, a esa edad, andan la mar de contentos mientras puedan dar un buen paseo y minimizar el dolor de huesos y articulaciones, Jordi Pons sigue disfrutando de su pasión: la montaña. Bueno, la alta montaña. Y mientras empieza a preparar sus esquís ante la llegada de las primeras nevadas, recuerda su última ascensión, en septiembre: la pared norte de la Pique Longue del Vignemale, en la frontera pirenaica entre Francia y España. Un muro de casi mil metros que le costó 12 horas de exigente escalada. Es lo que tiene ser una leyenda del alpinismo, con cuatro ochomiles en su mochila (Annapurna Este, Dhaulagiri, Cho Oyu y Gasherbrum II) y otras gestas en los Alpes y los Andes. Su última aventura viene en forma de libro ('Alpinisme sense ficció'. Editorial Desnivel), un recopilatorio autobiográfico de su larga trayectoria alpinística.

-¿La norte del Vignemale será su última gran pared o tiene guardada alguna otra sorpresa?

-Es difícil que vuelva a otra gran pared porque tiene que haber motivaciones y ahora la vida me lleva a hacer cosas más normales, pero estoy contento porque he podido hacer esta escalada después de haberlo intentado por primera vez hace 62 años.

-¿Cómo se sintió durante el ascenso?

-Los pies de gato me apretaban y me saltaron las uñas de los dedos pequeños de los pies, pero fui de mal a bien. El primer día fue una paliza llegar hasta el refugio por el calor y el peso de la mochila. En cambio, al día siguiente, cuando empezamos a las cinco de la mañana, noté que estaba en buenas condiciones, aunque sentía una gran presión porque tenía miedo a no poder hacerlo.

-¿Qué le atenazaba?

-Pensaba, ¿cómo puede ser que con todo lo que he hecho en la montaña ahora me pueda dar por vencido en la norte del Vignemale? Pero los compañeros me animaron mucho y me decían que no me preocupara. Y poco a poco, me fui liberando y a medida que iba escalando, me encontraba cada vez mejor.

-Se le ve en forma.

-Pues mira, delante de casa tengo todas estas montañitas (señala Collserola) que es por donde salgo a correr. Yo vengo del mundo de la competición del esquí nórdico y eso me ha llevado a competir conmigo mismo toda la vida. Incluso ahora, cuando subo a la Mola (Matadepera), así que me pongo a andar ya conecto el crono y cuando llego a la cima, lo paro. Mientras voy viendo que el tiempo es el mismo que el del día anterior, o la semana anterior, significa que aún me conservo. Es un aliciente.

-Su amigo Carlos Soria, con 77 años, sigue metido en la carrera de los 14 ochomiles, de los que le faltan solo dos. ¿Se ve usted regresando al Himalaya?

-Admiro a Carlos por su tenacidad y nos felicitamos mutuamente cada vez que hacemos alguna cumbre, pero mi etapa de la grandes cimas del Himalaya ya ha pasado porque necesito una motivación y no la tengo. He hecho los ochomiles que tenía que hacer y ya tengo bastante, pero eso no significa que no siga escalando o esquiando.

-Ha subido a cuatro ochomiles. ¿El Annapurna Este, que en 1974 conquistó junto a Josep Manuel Anglada y Emili Civis, ha sido el más especial?

-Fue una conquista romántica. Era el primer ochomil que se lograba en España y abrió la puerta a otras grandes ascensiones. Detrás de esa expedición, se puede decir que había todo un pueblo. Firmamos más de 9.000 postales desde el campo base para gente que nos había ayudado con una aportación de 100 pesetas. Pero luego todo eso se superó: yo hice otros tres ochomiles y hay gente hoy día que lleva 22 o 23.

-¿Se ha perdido ese romanticismo aventurero que ustedes vivieron?

-Ahora es más complicado experimentar esa sensación de hacer algo que nadie más ha hecho, pisar una cima donde nadie ha estado antes.

-Ese 29 de abril de 1974 llegaron a la cumbre muy tarde. Usted sacó papel, lápiz y escribió: «Estamos en la cima del Annapurna Oriental. Son las 9 de la noche, pero decidimos jugarlo todo a una carta. Estamos muy agotados». ¿Tan mal veía el descenso?

-Lo escribí a la luz de la luna, un papel que aún conservo, pero bajando las nubes taparon la luna y se hizo la oscuridad. Hicimos un vivac cerca de los 8.000 metros y estuvimos los tres gritándonos toda la noche para no dormirnos hasta que a las cinco de la mañana iniciamos otra vez el descenso. Aquella carta era el único documento que acreditaba que habíamos estado allí, yo quería dejarla pero al final la volví a coger. Sí que dejamos un trozo de cuerda en la cima, pero seguro que desapareció a las pocas horas por el viento. Y un día, en una conferencia de prensa en la residencia Blume, el doctor Tintoré, me dijo: «Jordi, ¿cómo puedo creer que a las 9 de la noche estabáis en la cumbre?» Le contesté: «Doctor, ese es su problema, no el mío».

-Llegaron los tres solos, sin sherpas.

-En aquella época, los sherpas no tenían la experiencia de ahora. Algunos eran novatos y hubo un momento en que Anglada, Civis y yo nos planteanos seguir solos. Por eso también tiene mérito esa ascensión. Subimos solos, sin oxígeno y colocando nosotros las cuerdas fijas, con unos materiales que hoy día ya están superados.

-Fue el primero en escalar los picos más legendarios de los Alpes por su cara norte. ¿De cuál guarda el mejor recuerdo?

-De todos menos del Cervino. No es difícil pero sí arriesgado porque la roca es muy inestable. Lo escalé con Heinz Pokorski y recuerdo que en los últimos 400 metros solo me repetía: «Jordi, no te caigas o nos vamos los dos abajo».

-Con 70 años, escaló la norte del Petit Dru, que durante mucho tiempo fue su asignatura pendiente.

-Sí, de las seis grades caras nortes de los Alpes, el Dru lo intenté en 1959, 1972, 1974 y no lo logré hasta el 2003, con 70 años. Soy un hombre de una gran tenacidad. Repetí en todas, en el Eiger, las Grandes Jorases... menos en el Cervino, porque allí iba con un canguelo muy grande.

-Usted también se ha ganado un gran prestigio como cámara de altura, una labor por la que ha sido premiado internacionalmente.

-Todo empezó en los Andes. Un amigo me propuso hacer una película y compré una maquinita de super 8. Pero esa película tenía muchas limitaciones y acabé adquiriendo una máquina profesional de 16 mm.

-Pero todo aquel material suponía llevar 8 o 9 kilos más en la mochila.

-Sí, y ese peso a 7.000 y 8.000 metros, es mucho peso. Además, las bobinas duraban solo tres minutos y tenía que llevar cinco o seis. Igual que las baterías de litio, de 250 gramos cada una, con las que dormía dentro del saco porque con el frío se agotaban con mayor rapidez. Pero me fui aficionando y acabé haciendo 22 películas. Y algunas ganaron premios en festivales como el de Torelló, en Trento, en Diablerets… Era la compensación al esfuerzo, aunque recuerdo que el momento de pánico era tras el regreso, cuando esperabas la llamada del laboratorio que te decía si la película había salido bien o no. Por suerte, siempre salió bien y, para mí, la auténtica victoria de la expedición era ese momento. Y con las proyecciones que hacía recuperaba el millón de pesetas que me costaba cada filme.

-Esto también ha cambiado ahora.

-Una vez, uno del equipo de Al filo de lo imposible (TVE) me dijo que solo aprovechaban un 10% de lo que filmaban. Yo lo aprovechaba todo. La película era carísima y cada vez que apretaba el botón aquella secuencia era la única porque no podía decir a los compañeros: «Volver atrás, hay que repetirlo, no ha quedado bien».

-¿Qué hubiera hecho su generación con los materiales de hoy?

-Bufff¡¡¡ Ahora se sube en horas lo que nosotros tardábamos días, pero también es un peligro porque muchos se creen que son Kilian Jornet, y solo hay uno.

-De su subida al Vignemale se hará una película. ¿Cuándo la veremos?

-La intención es estrenarla en la Semana de Cine de Badalona este año que viene.

-Dice en sus conferencias que ha hecho tantas cimas «con permiso de la montaña, que siempre tiene la última palabra». ¿Han sido generosa con usted la montaña?

-Mucho, porque siempre me ha permitido llegar abajo tras subir a lo más alto. Ese es el gran éxito. Y, mientras, las montañas siguen ahí y yo, aquí.