Ayer enterramos a José Luis Rodríguez López, "Mandés". Era mi tío, un hombre bueno, serio y trabajador, como los tíos de tantos de otros. Pasa, sin embargo, que su apodo integra una de esas listas que los veteranos repiten como letanías: Tate, Cantalapiedra, Valero, "Mandés", Moscoso, Monasterio y Palma. O, lo que es igual, "los siete magníficos" del Club Polideportivo Cacereño.

Mi tío formó parte de aquellos hechos deformados por el paso del tiempo y la necesidad confortable de la leyenda. Dicen las crónicas que el 12 de marzo de 1964 se reanudó un Cacereño-Badajoz suspendido días antes por graves incidentes. La Ciudad Deportiva se llenó hasta la bandera para ver a los verdiblancos resistir, con cuatro jugadores expulsados, el acoso de los nueve pacenses que quedaban sobre el campo. El asunto acabó 3-3, bajo un diluvio que se sumaba al tono épico de los acontecimientos.

Hay una foto en la que se ve a "Mandés" atendido por un señor trajeado y con gafas oscuras que sonríe mientras le hace un cariño. Un compañero se retira del barrizal con otro gesto de felicidad. Pero "Mandés" llora como un crío, con la mano caída sobre un pantalón que fue blanco y convertido tras el esfuerzo en un trapo sin remedio. Lo mismo andaba pesaroso por no haber ganado, el muy chalado.

Esa imagen es un instante mágico que celebra la belleza de la vida. Destila sacrificio y sensibilidad, todo lo que cabía en el cuerpo menudo de "Mandés", un tipo noble, tozudo y con un corazón inmenso. Nunca le vi jugar, maldita sea, aunque lo imagino como uno de esos defensas que vencen las leyes de la genética para sustituir con puro coraje lo que se les negó en presencia. Un tío con un par, o sea, de esos que apenas quedan.

Delegado

Gallego de Monforte, llegó de tierras lucenses por 30.000 pesetas, según señala el necesario libro de Paco Mangut sobre la historia del club. E hizo del Cacereño su segundo hogar, primero como jugador y después como delegado del club. Se sentaba sobre una silla de madera, entre los banquillos del Príncipe Felipe, con su abrigo verde, apretado en la manga por un brazalete cuyo escudo lucía con orgullo. Desde la banda sus ojos fiscalizaban todo, pues para organizar era un primor. Y también para apretar al trencilla si salía chulo, ya que siempre luchaba por lo suyo.

Con cierta frecuencia "Mandés" me regalaba un viaje en el autobús del equipo. Dirección Plasencia, Fuente de Cantos, Villafranca, qué más da. Sobre los asientos atronaban los chistes de Jesús, aquel portero sureño y medio loco con reflejos gatunos, y las risas de Chinto o Sarratea, gente de bien. Y en el vestuario olía a camaradería, sudor y Reflex. Uno ha leído mucho en los libros, pero si el lirismo infantil se hizo real alguna vez fue en aquel sitio, plagado de camisetas verdes prestas a ser honradas.

Desde luego, "Mandés" le hizo honores a esa zamarra como el que más. Tanto, que se ganó la categoría de mito, pues los mitos de provincias también lo son, al menos mientras cumplamos con la obligación de mantenerlos vivos en nuestra memoria. Estas líneas, torpes y apremiadas por el dolor, solo quieren contribuir a ello.

Se nos fue un magnífico, seguramente a reencontrarse con María José, una hija que el destino le arrebató con toda la crueldad imaginable cuando ella apenas tenía 19 años. Y aquí quedan Javi, mi querido primo, y Geli, que desde luego es otra "magnífica". La vida les puso a prueba demasiado a menudo, incluida una larga enfermedad que nos fue apagando, lentamente, a un mermado "Mandés".

Eso, sin embargo, ya no cuenta. Desde hace unas horas brilla, con pletórico esplendor, su recuerdo de aires míticos. Hasta siempre, "Mandés".