Esta semana se nos ha ido una de esas personas históricamente ligadas al mundo del fútbol que dejan huella y que, quizá, no ha recibido su reconocimiento. La muerte de Gregorio García, Gori, exentrenador de varios clubs extremeños, santo y seña del Extremadura durante tantos años, ha causado una enorme conmoción en la región, sobre todo porque nos dejó joven, con mucho aún por hacer.

Gori tenía una grandísima virtud: se le entendía perfectamente todo lo que hacía, y no sólo lo que decía. Sus manera de concebir el fútbol era diáfana, clara, transparente. Era un tipo humilde, que sabía que el trabajo era el principal argumento a esgrimir, muy por encima de la palabrería y de la insustancialidad que caracteriza a un buen puñado de técnicos.

Gori, al que ayer el club de toda la vida le homenajeó de la mejor manera posible, ganando su partido al Lanzarote, nos deja en el recuerdo toda una vida dedicada a su gran pasión, compartida con la enseñanza. Ejemplos como el suyo nos marcan el camino a seguir y, sobre todo, nos vuelven a señalar que Extremadura tiene también no sólo a buena gente, sino a personas capacitadas para comandar nuestro deporte. El caso de Gori es evidente, y su precipitado adiós dejará un vacío complicado de llenar. El entrenador-educador más genuino de nuestro fútbol quedará para los restos como alguien al que hay que recordar siempre. Se lo merece.