La mayoría de los amantes del baloncesto coinciden en que Lebron James es el jugador en activo más relevante de la NBA y, por tanto, del mundo. Inmediatamente antes que él, Kobe Bryant era el que más pasiones levantaba. En los años 80, los fans de Magic Johnson y los de Larry Bird mantuvieron entre sí una rivalidad comparable a la que los de Wilt Chamberlain habían mantenido con los de Bill Russell en los 60. Pero, más allá de filias personales, probablemente todos los aficionados sepan que el mejor jugador de la historia no es otro que Michael Jordan. Y, si no es así, las dudas al respecto quedan despejadas en El último baile, la nueva serie documental cuyos dos primeros episodios llegan este lunes a Netflix y Movistar+.

Santificar a Jordan no es el propósito de la serie -al menos no abiertamente- y, de hecho, el astro puso una condición para participar en ella: debía centrarse en los Bulls de Chicago en lugar de hacerlo exclusivamente en él mismo. Su columna vertebral narrativa es la temporada 1997-1998, la última del neoyorquino con el equipo y el último de los seis campeonatos de la NBA conquistados por la que alguien define en el documental como una de las formaciones más trascendentes de la historia del deporte.

Visión global

Mientras contempla esa temporada final, El último baile da continuos saltos atrás y adelante en el tiempo para repasar la carrera de su estrella y echar un vistazo a las vidas de sus compañeros Scottie Pippen y Dennis Rodman, y a la del entrenador Phil Jackson. Y para ello, además de abundante material de archivo inédito, incluye opiniones de más de un centenar de entrevistados entre familiares, jugadores rivales -Johnson, Bird, Patrick Ewing-, exentrenadores, ejecutivos, periodistas y hasta los expresidentes Bill Clinton y Barack Obama.

En 1997, los Bulls estaban en la cima, pero dentro del vestuario se apilaban el descontento, los reproches y las envidias. El director general del equipo, Jerry Krause -lo más parecido a un villano que la serie tiene-, ya había anunciado su intención de sustituir a Jackson al frente del banquillo a final de temporada, y Jordan tenía claro que, si Jackson se iba, él también. Pippen se sentía infravalorado y mal pagado, y entretanto Rodman seguía aprovechando cualquier oportunidad para irse de fiesta. En ese contexto, para documentar el final de la dinastía, la gerencia de los Bulls permitió que un equipo de filmación acompañara a los jugadores toda la temporada. Cuando estos volvieron a hacerse con el campeonato en junio de 1998, en todo caso, esos miles de horas de grabación fueron metidos en un cajón, y ahí permanecieron durante casi dos décadas.

Además de esas imágenes nunca antes vistas, la gran baza de El último baile son los fragmentos que incluye de las tres entrevistas que su director, Jason Hehir, mantuvo con Jordan. Pese a que en ellas el escolta hace gala de la reserva que siempre mostró frente a las cámaras, aun así reflexiona sobre asuntos como el afán competitivo que desarrolló de niño mientras buscaba la aprobación de su padre, la canasta definitiva gracias a la que obtuvo el título de la NCAA para Universidad de Carolina del Norte en 1982, su acuerdo comercial con Nike -al parecer, él quería firmar con Adidas-, sus épicas batallas en la cancha contra los Pistons de Detroit, su participación en los Juegos Olímpicos de Barcelona con el Dream Team y su retiro temporal de las pistas, entre 1993 y 1995, en el que emprendió una desconcertante carrera en el mundo del béisbol.

La parte oscura

Jordan también aborda algunos de los aspectos menos amables de su personalidad y su biografía. Los espectadores van a pensar que no fui un buen tipo, que tal vez me comporté como un tirano, opina el exjugador en un momento de la serie en referencia a la sucesión de imágenes que lo muestran llevando su competitividad al extremo y humillando a compañeros de equipo y oponentes. También habla de su malsana afición a las apuestas, del asesinato de su padre en 1993, de los rumores de que aquel conato de retirada se debió a una sanción de la NBA y de las críticas por su falta de compromiso con la comunidad afroamericana.

¿Ofrecen esos asuntos sustancia suficiente para llenar los 500 minutos de metraje que componen El último baile? Probablemente no, a pesar de las complicaciones narrativas y de la agilidad que Hehir impone al relato. Asimismo, la falta de voluntad de la serie para situar a su protagonista en contextos culturales o sociales más amplios quizá le impida satisfacer a aquellos espectadores que no tengan de salida un interés especial en su figura o en el baloncesto.

Dios disfrazado

Quienes sí lo posean, en cambio, saben lo increíblemente entretenido que es contemplar a Jordan en acción, y el documental les ofrece un exhaustivo repaso a sus jugadas más memorables. Destaca el segundo encuentro entre los Bulls y los Celtics de Boston en los play-offs de 1986, en el que el escolta anotó 63 puntos y tras el que, como la serie recuerda, Larry Bird declaró: Ese no era Michael Jordan. Era Dios disfrazado de Michael Jordan.

En última instancia, lo más revelador son los momentos en los que sale a la luz el hombre oculto detrás de la icónica silueta estampada en millones de sudaderas y lengüetas de zapatillas o de la mezcla explosiva de genio, competitividad y capacidad física que, según asegura James Worthy en uno de los episodios, distingue a Jordan.

Momentos íntimos en los que reflexiona sobre la naturaleza agobiante de la fama, o llora de emoción junto a su padre mientras abraza su primer trofeo de campeón de la NBA, o pierde las formas al hablar de Isaiah Thomas, el mítico base de los Pistons con quien le une una férrea enemistad -no me podrás convencer de que no es un gilipollas, dice de el-. Momentos en los que queda clara que la necesidad insaciable de ganar lo convirtió en el mejor de todos los tiempos y en uno de los de más difícil trato, y en los que se demuestra que la grandeza no es solo fruto del talento sino también del trabajo duro, el conflicto, el dolor y la motivación casi patológica.