Cuando uno se sentaba al lado de Niki Lauda a charlar, a tomar un café o para una corta entrevista, era imposible no fijar los ojos en las profundas cicatrices de su rostro, la marca indeleble de aquel espantoso accidente en Nürburgring. Al menos en los primeros segundos de esos contactos, uno se daba cuenta de que estaba ante una leyenda, un mito que regresó de la extremaunción, que había perdido la cuenta de los trasplantes de piel, riñón y pulmón a que lo habían sometido, y, sobre todo, primaba la sensación de hablar con un piloto eterno, el de los dos títulos antes del accidente y, sobre todo, el que supo reponerse al drama para birlarle una corona a Alain Prost muchos años después. En su ultima época era uno de los accionistas y jefes de Mercedes F1, pero nunca, nunca, dejó de ser piloto. Ayer la muerte se cobró 43 años después una deuda que tenía en su debe desde aquella tarde del 1 agosto de 1976 en el peligrosísimo trazado de Nordschleife, el «infierno verde».

A Lauda no le gustaba recordar aquel pasaje de la F-1, la mayor historia de superación que ha vivido este deporte. De hecho, solo Bernie Ecclestone, que había sido su patrón en los 70 y que siempre fue su amigo, le convenció para volver a aquella curva en el 2007, durante un GP de Europa en el nuevo Nürburgring. Y lo pasó mal. Se escondió bajo su eterna gorra y un gesto infranqueable, quizá porque cada día, cada chispazo de dolor, cada complicación de salud, cada mirada al espejo le devolvían a aquel día sin necesidad de homenajes, fotos o bromas con su oreja.

Lauda falleció ayer en su amada Viena, donde había nacido 69 años atrás, donde le colocaron dos nuevos riñones y tres pulmones en los últimos 45 años. Deja un vacío enorme. El paddock de F-1 ya no será igual sin sus ácidos comentarios, sin sus bromas, sin su acento alemán al hablar inglés.