Como una Liga. Así sabe esta Copa, conquistada con sangre, sudor y lágrimas, en una noche que merece ser recordada con todos los honores, en la misma colección de otras grandes citas (2-0). No es una Champions, por supuesto, pero el Barça la peleó como si lo fuera, como si estuviera en Berlín, o en París, o en Roma, o en Londres, y no en el Calderón. Con 11 y con 10, con Suárez llorando en el banquillo, roto, desconsolado, pero con el equipo entero y una grada inolvidable peleando por él de principio a fin con una valentía y una fe indestructibles ante las que el Sevilla sucumbió. El arrebato fue azulgrana, y sonó a gloria. Una sinfonía heroica, que acabó entre olés, para dibujar un doblete precioso. Una Liga y una Copa. Dos titulazos.

No es un triplete, pero menudo final. La rúa ya pasó pero merecía repetirse porque esta Copa del Rey vale doble. El Barça se mantuvo en pie cuando lo fácil era resignarse y dejarse morir. Lo tuvo todo en contra frente a un Sevilla que compitió con la misma pasión. Pero resistió y, en el último suspiro, cuando se igualaron las fuerzas tras casi una hora jugando con 10 por la expulsión de Banega, llegó el remate

En la prórroga, como en la Supercopa de Europa, donde empezó el año que deja cuatro títulos. Un guion inmejorable. Una asistencia de Messi, el genio de la lámpara, que Alba remató en medio del extásis. Y, por si quedaban dudas, sobre el pitido final, otro pasecito de Leo, la guinda de Neymar... y la locura.

La alegría, con los jugadores y los casi 20.000 culés desatados, en una celebración de Champions, alzó el valor de esta Copa por encima de las últimas conquistadas sin este sufrimiento. El corazón se impuso al fútbol, y ahí el Barça se comportó como un gigante, sin pizca de conformismo, bajando al barro para luchar por cada balón como si le fuera la vida. Le iba. Y sobrevivió. Y ganó.

EL HIMNO A TODO VOLUMEN

El triunfo pasó por encima de todo los demás. Fue una copa que se vivió en paz y que dejó una última imagen emotiva, con la afición del Sevilla mostrando sus bufandas y banderas, cantando "campeones, campeones" y brincando, rindiendo honores a sus héroes, también en la derrota, en un merecido reconocimiento. Los culés corearon los nombres de los suyos, el de Luis Enrique, el de Messi, el de Iniesta, el de Piqué, el de Mascherano, y el grito de "uruguayo", el caído. Del primero al último, todos se dejaron la piel y el alma por una Copa imborrable.

Hubo tradiciones que se repitieron como el ruido con el himno. Esta vez, sin el acompañamiento vasco, quedó mitigado por el tremendo despliegue de decibelios. Cada final suena más alto. Una banda de heavy pediría que bajaran el volumen, pero ni así se silenciaron los pitos naturales (muchos silbatos fueron requisado en los controles) de miles de culés, alzando les 'estelades'.

El Sevilla fue un enemigo terrible de principio a fin, 11 contra 11, 11 contra 10, y 10 contra 10, en una prueba más del carácter competitivo que le ha llevado a ser un grande y escribir una década prodigiosa. Al campeón el partido se le hizo larguísimo, pero resistió como un valiente, guiado por un Iniesta celestial, en una de esas actuaciones que merecen ponerse a sus pies por los siglos de los siglos, enseñando y escondiendo el balón como un mago en medio de un sinfín de enemigos, que le perseguían, que iban a saliendo a su paso, que le agarraban y él se mantenía siempre en pie. Solo hubo uno que intentó pararle, y que lejos de pitar lo que debía se hizo el sueco una y mil veces ante tantas faltas.

UN ÁRBITRO MUY PEQUEÑO

Carlos del Cerro Grande, un árbitro muy pequeño para una cita de esta altura, incapaz de impartir justicia, en una actuación que dejó un tufillo sospechoso por escandoloso y que levantó en pie de guerra a la grada y que si no acabó con el equipo fue por ese punto de rebeldía, que le obligó a pelear también contra ese silbato.

El Barça no estuvo solo. Nunca. Lejos de bajar la voz y resignarse a su suerte, la afición no ofreció ni un signo de rendición. Ni hablar. Al revés. Más fuerte que nunca, firme desde el primer al último minuto, con 11, con 10, sin Suárez, todos defendiendo, todos atacando, sin bajar los brazos, empujando, empujando, en una actuación imponente, lejos, muy lejos de los miedos que habrían aparecido en otros tiempos. También en eso, el Barça se ha hecho grande. Y en Madrid se escuchó: "A la Cibeles, nos vamos a la Cibeles".