A las diez y cuarto de la noche, reclamados por el grito: "¡Que salgan los toreros", se repetía un rito casi olvidado y los jugadores del Cáceres CB volvían a saludar alargando así el mágico adelanto de la noche de Reyes. Hansen hacía reverencias, Thompson disfrutaba como si hubiera nacido en Camino Llano y culminaba de la mejor manera una victoria cargada de símbolos y resortes psicológicos.

El partido había empezado prometiendo: los equipos jugaban un baloncesto intenso y la fiesta era manejada por los colegiados más listos que se han visto en el Multiusos. Liderado por el sabio Betancor, el trío arbitral pitaba con autoridad aplastante y picardía endiablada, compensando las equivocaciones con sutileza y permitiendo gestos toreros hacia la grada. "Miguelo, eres un chulo", gritaba un caballero y Betancor hacía un leve sí sonriente.

En la noche triste del Estudiantes, la afición sufrió, pero se divirtió y muchos no socios repitieron: se notaba en las colas abigarradas de las taquillas y se medía en las gradas más colmadas que otras veces. En las letrinas, durante el descanso, se miccionaba nerviosamente más que nunca y, por primera vez en esta temporada, había incluso que hacer cola ante las tacillas.

También en los corrillos de los bares se palpaba una ansiedad desusada. Estaba claro: había una necesidad vital, casi agónica, de ganar, como si el partido fuera el último tren hacia la felicidad.

Y se ganó dejando la voz en la grada y la piel en el campo. O sea, como siempre ganó el Cáceres. A la salida, los semblantes volvían a resplandecer con el mismo brillo de epopeya de aquel histórico 19 de septiembre de 1992, cuando también se venció a la Penya . Hay derrotas que ennoblecen, pero sólo las victorias míticas hacen afición.