Fue un día de lluvia, un día de esos de final del invierno en los que el frío ya no te llega a los huesos.

Una lluvia que moja, de las de verdad, pero que te limpia, por dentro y por fuera.

Una lluvia que se agradece en pleno esfuerzo, esfuerzo en el que podemos sentir, gracias a la lluvia, el calor de nuestros músculos que se contraen decididos a llevarnos hasta dónde nuestra mente quiera.

El domingo no pude estar en Mérida, como preveía, para disfrutar de la quinta edición de la media maratón de Mérida, de un fin de semana en familia y con amigos, apoyando y ayudando en lo posible a la prueba emeritense. El viernes a última hora nos abandonó la abuela de Amaya, a sus 92 años, natural de Don Benito, lúcida y despierta, que me hizo sentir como si también lo fuera mía.

Sin embargo pude hablar, antes y después de la media, con alguno de los organizadores y participantes. Un día complicado por la lluvia, pero una lluvia que conozco bien.

Una lluvia que deslució en algo la fiesta deportiva, las zonas de salida y meta, abarrotadas de gente pero buscando refugio bajo los soportales en la Plaza de España.

Una lluvia que hizo a más de un emeritense asomarse un poco a la ventana para ver pasar a cientos de esforzados corredores, aunque otros muchos aplaudieron bajo paraguas o chubasqueros.

Una lluvia, sin embargo, que espoleaba a los atletas hacia la meta en ese trance multitudinario pero solitario en el transcurrir por las calles de Emerita Augusta.

Cuantas veces, cuantas mañanas o tardes, bajo esa misma lluvia, he recorrido caminos en Mérida, Cáceres, La Nava de Santiago o en Almendralejo, esa lluvia que no duele pero que moja, que nos enfría cuando estamos quietos y nos da calor cuando estamos en marcha. Esas sensaciones que siempre me acompañarán aunque esté lejos.