Fue un Tour tan maldito como triste. En la memoria queda una secuencia de París. Por años que pasen jamás se olvidará la imagen de Bjarne Riis, vestido con el jersey amarillo que ahora repudia y tiene guardado en una caja de cartón, sentado como si fuera el rey Gaspar en una especie de trono en el exterior del hotel Concorde Lafayette repartiendo sonrisas de tinte falso y dejándose fotografiar.

Es cierto, Riis acababa de ganar el Tour sin ser ningún corredor de otro mundo. Era más bien un ciclista mediocre que hasta entonces siempre había pasado por problemas en la montaña y que no acababa de rendir en las contrarrelojes. Ya un año antes, en 1995, se atrevió a desafiar a Miguel Induráin. La leyenda, más bien negra, ha acompañado siempre la trayectoria supuestamente campeona del danés en su recorrido triunfal hasta los Campos Elíseos.

A Induráin nunca se le olvidó la imagen de Riis adelantándole con el plato grande por las más duras cuestas de Hautacam. "Era imposible. Nadie podía subir así", decía ayer Chrstian Prudhom, director del Tour.

Fue el Tour que llegó a Pamplona. Aquel día se lloró. Muchos no pudieron contener la emoción al ver a Induráin en el podio con un ramo de flores, simplemente como homenaje por llegar la prueba a su ciudad. Acabó 11º. Demasiado lejos de Riis.