Reyes fue un jugador cultural. Porque representó a su tierra y a su alegría, porque encarnó el sentido festivo del fútbol, porque entretuvo de manera despreocupada, porque jugó como se jugaba en la calle y porque su comportamiento en el campo nunca fue impostado, sino que bebía de la tradición del niño que se divertía con dos regates, una carrera y una pisadita de zurda. Es por eso que su desaparición nos ha conmovido a todos, a los hinchas de sus clubs y a los simples aficionados al fútbol. No formó parte de la selección española que levantó tres títulos, pero pertenece a la generación que dibujó un ecosistema sin el que aquellos éxitos no pueden entenderse.

Incluso en el tramo final de su carrera se aprecia esa devoción por el balón. Fichó por el Córdoba y por el Extremadura. Por equipos que peleaban por no descender a Segunda B. Cuando se han frecuentado los vestuarios más glamourosos y se han disputado los partidos que todo el mundo ve, no es habitual que apetezca apurar las últimas carreras intentando esquivar pozos y fango. Pero allí había una pelota, y rivales a los que regatear, y partidos que ganar. Jugador cultural, representante de su tierra, pero también futbolista universal.

Su muerte se convirtió enseguida en la noticia de portada. En el The Guardian, periódico inglés, incluso superó en visitas a la previa de la final Tottenham-Liverpool. Las secciones de comentarios en La Gazzetta o L’Équipe, países en los que nunca representó a ningún club, se llenaron de mensajes de aficionados que manifestaban su tristeza porque, simplemente, adoraban verle jugar.

¿Y no es también eso, el fútbol? ¿Enamorarse del que gambetea, del que encandila con su porte y su carrera, del que la para con suavidad y luego acelera? Amar al bueno más allá de las camisetas, querer ver partidos suyos porque es bonito, porque es estético, porque es artístico. Reyes ha sido puro fútbol.