No hace mucho le preguntaron al Carlos Sainz más joven, ya todo un pilotazo en el Mundial de F-1, en qué medida le había influido su padre, el Carlos Sainz grande (campeonísimo, veterano, pícaro, manitas) no ya para seguir su profesión o imitarle, sino en su modo de vivir, de entrenarse, de prepararse, de correr. «Mi padre me ha enseñado a ser exigente conmigo mismo y a prestar atención al más mínimo detalle. Él y mi madre me han dado una educación y unos valores que cuido mucho y me acompañan a todos lados».

Es evidente que Júnior lleva camino de convertirse en uno de los grandes de la F-1. Es más, ya está en el póquer de jóvenes pilotos que Maranello, Ferrari, tiene en su agenda. Pero de lo que no hay duda es de que su padre, a los 57 años, ha convertido esa exigencia consigo mismo y, sobre todo, esa perseverancia en atender el más mínimo de los detalles, en sus mejores virtudes. Esas que les han llevado a ser uno de los más grandes deportistas españoles de todos los tiempos al convertirse en el rey mundial de una especialidad, los rallys, en la que España jamás había pintado nada.

ARRANCANDO PROYECTOS / Sainz acaba de conquistar su tercer Dakar rodeado de muchos pilotos que quisieran tener sus manos y, sobre todo, su privilegiada capacidad para inventar, desarrollar y mejorar un coche de carreras por malo que sea. El Matador, como le llamaban en el Mundial de rallys cuando conquistó sus dos títulos con Toyota, ha hecho campeón del Dakar a un Peugeot 3008 DKR que no iba ni hacia atrás y se ha inventado el proyecto buggy de Mini, en el que solo él y nadie más que él creía.

La broma, con la fiebre de las redes sociales, ha ido a más. Hoy, como ayer, como en las tres últimas décadas, la mayor gracia es mofarse de la mala suerte de Carlos Sainz. En aquel noviembre de 1998, a 500 metros de la meta del RAC de Inglaterra, de su tercer título mundial de rallys, su Toyota Celica quedó bloqueado por una fuga de aceite. Aquel fatídico «¡Trata de arrancarlo, Carlos! ¡Trata de arrancarlo, por Dios!», de su copiloto Luis Moya se convirtió en una cantinela tan graciosa como injusta, dañina, impresentable.

DEBUT CON UN R-5 EN 1980 / Como muy bien dice nuestro protagonista cada vez que le preguntan (y le preguntan mucho) sobre ese sambenito: «¡Ojalá todos los deportistas españoles tuviesen la misma mala suerte que, según dicen, he tenido yo». Como poco dos títulos mundiales de rallys (1990 y 1992, con Toyota), un título mundial de cross-country (2007), tres Dakar (2010, 2018 y 2020) y 32 victorias en los 200 rallys que ha corrido, acabando en el podio la mitad de ellos.

Si Sainz encaja con deportividad esa broma, es porque sabe que lleva 37 años en la cresta de la ola (su primer rally fue el de Shalymar, con un Renault R-5TS Grupo I, en 1980) y solo le importa la opinión, el juicio, el criterio de sus compañeros de profesión, que siguen considerándolo, a sus 57 años, uno de los mejores pilotos del mundo.

«Yo lo único que puedo decir de Carlos -explica Juanjo Lacalle, el hombre que hipotecó su piso para comprar el primer Seat Panda con el que campeonó Sainz con apenas 18 años y que luego se convertiría en su sombra-, es que no hay nadie, ¡nadie!, que se haya preparado, física, mental y técnicamente como Carlos para este Dakar».

Lacalle cuenta que la virtud que convierte a Sainz «en genial, único e imprescindible» son sus manos, su sensibilidad, un sexto sentido que le permite desarrollar y mejorar los coches «por malos que sean» hasta convertirlos en ganadores.