La selección se acabó traicionando. Miró tanto a Italia que acabó sintiéndose protagonista de un extraño y frustrante viaje al pasado, como si ese paréntesis glorioso (del 2008 al 2012 alcanzó para hollar el Everest logrando un Mundial y dos Eurocopas consecutivas) no hubiera existido. Renegó del balón, jamás se vio a La Roja tratarlo con tanto desprecio, a patadón limpio lo torturaron Ramos, Juanfran, Alba..., sin saber que estaban firmando su condena. Italia, en cambio, no se encerró en su área.

Conte impartió una cátedra a Del Bosque, un técnico tan fiel a sus ideas (repitió cuatro veces la misma alineación en la Eurocopa) que acabó sin aire en la orilla. Con Italia, hace ya ocho años, empezó todo. Fue cuando Cesc, en la tanda de penaltis, enseñó el camino del éxito que luego prolongó Iniesta con un disparo eterno. Y con Italia termina ahora también todo. Es tiempo de cambio para una selección que dejó de ser ganadora, acostumbrándose a lo que era antes. Un equipo que prometía mucho, pero, al final, no cumplía nada. Hay jugadas que ilustran la estrepitosa caída del imperio español, sostenido siempre sobre el gobierno del balón. Cuando no lo tuvo, se quedó sin voz. Ni discurso.

Sergio Ramos no tenía que hacer la falta que hizo. De Gea tenía que ordenar la barrera de forma adecuada. Y la defensa, además, descuidaba la obligación de estar atenta a cualquier rechace. O sea, de desastre en desastre hasta el caos final, que coloca a la gran España en los libros de historia. El presente ya no le pertenece a este grupo de futbolistas.