"Tener un accidente en el que pende tu vida puede ser algo terrible pero, si logras salvarte para poder vivir dignamente, puede ser un regalo tan grande como devolverte a la niñez, quitarte años de encima y la armadura, redirigir la vista hacia el alma y volver a sentir como si acabaras de nacerO. Así analizaba María de Villota cómo su accidente le había cambiado en La vida es un regalo (Plataforma Editorial), libro que tenía que presentarse pasado mañana. En su retrato autobiográfico descubrimos a una mujer con mucho sentido del humor, coqueta, golosa, cabezota, autocrítica y vitalista.

"¿Usted necesita las dos manos para operar?", le preguntó al doctor que la había intervenido. "Pues yo soy piloto de Fórmula 1 y necesito dos ojos para pilotar", sentenció María después de saber que había perdido el ojo. Entonces, como ella reconocía, "seguía sin ver la vida con horizonte, en perspectiva. Solo veía coches".

Las dos caras del asfalto

Haciendo repaso de su vida en los circuitos, revelaba las dos caras del asfalto. Cómo los éxitos deportivos solían ir acompañados de sinsabores personales, como los piques con su hermano Emilio ("tuvimos muchas disputas en pista y luego llevábamos a casa los enfados") o como, conforme se acercaba a su línea de meta, las amistades ya no se veían por el retrovisor: "Mi relación con mis amigos se hizo más lejana".

En su trayecto hacia la F1 desmenuzaba también el machismo imperante y cómo algunos pilotos no llevaban bien que les ganara una mujer. "El cronómetro no entiende de sexo", le espetó a Ecclestone, jefe del gran circo de la F1, que le abrió las puertas del paraíso. Profesionalmente cita la prueba con Lotus como su mejor recuerdo. De Villota contrapone la meticulosidad de esa escudería con la de Marussia, a la que culpa no solo del accidente que la dejó tuerta sino de desentenderse de responsabilidad. "El comunicado decía que no hubo problemas del coche, dejando entrever que yo era novel, pero no mencionaba que un camión de uso del equipo estacionado con la rampa bajada a altura más peligrosa, la de mis ojos, fue lo que provocó mi estado crítico (...) Aquel equipo me dejó de golpe sola".

Efectos colaterales

La autora revela que tras el accidente perdió el olfato y tenía pesadillas. Las cicatrices no le importaban desde que su padre le hizo ver que era un recordatorio de lo logrado. "A partir de entonces dejé de sentir pena por mí y elevé mis cicatrices a categoría de medallas de honor".

Con mucho sentido del humor nos revela sus pequeñas victorias cotidianas, cuando se escapó del hospital para sorprender a su familia en el Burger King, la satisfacción de correr la última San Silvestres en Madrid o su primera visita la playa de Somo ("parecía un personaje de La guerra de las galaxias con todo el tunning que llevaba encima") o cuando lloró con la petición de mano de su marido y al volver a conducir, a lomos de un Mini.