Si hay algo que ha distinguido a Ñete Bohigas en su trayectoria profesional como entrenador del Cáceres es que la imagen que ha proyectado siempre ha ido dirigida a una dirección: la defensa de todo lo que suene a su ciudad, y eso es algo que se ha valorado en positivo siempre.

Pocos como Bohigas han puesto el acento en subrayar lo cacereño como algo propio y válido, y además con clase, sin visión trasnochada. El entrenador, con el que coincido en generación, en origen ‘sanantoniano’ y también en amistad con alguien tan extraordinaria como fue el malogrado Padre Pacífico, es un enamorado de su ciudad y la Sierra de Gata, en la que se suele aislar cuando lo necesita (seguro que un día de estos lo hará para olvidar momentos tan duros). Siempre he pensado que los protagonistas del deporte tienen que ir un poco más allá de la propia competición y que deben transmitir valores. De Ñete he reiterado que puede que no haya personas que sepan transmitir de mejor manera los activos de su gente y su entorno.

Huelga decir su papel en el baloncesto local, en el que ha hecho de todo, y todo muy grande, entre otras cosas con el protagonismo de dos ascensos, uno de ellos como entrenador ayudante en aquel mágico 1992 con el increíble premio de la ACB.

Desde hace un par de partidos he visto un rictus diferente. A un tipo habitualmente tan sereno, que transmite tan bien, se le ha podido ver una cara inequívocamente desencajada tras la dolorosa derrota de Granada. No me parecía el Ñete de cualquier día, aun después de otros varapalos anteriores. De cualquier forma, los antecedentes demuestran que, con él al frente, el equipo ha reaccionado otros años ante coyunturas nada halagüeñas y ha conseguido la permanencia. Ayer, muy emotivo, se le veía triste, pero sin perder su condición de señor.