En Rokko Island hace ya varios días que las cajas de mudanza bajan sin parar por el ascensor de un imponente edificio. En esa isla artificial, situada a 15 minutos en coche del centro de Kobe, hay un piso, amplio y luminoso, con privilegiadas vistas a la bahía, que se está vaciando. Pero él, ajeno a ese trasiego, no para quieto, acompañado en todo momento por Patricia, la discreta mujer asturiana que conoció siendo ambos unos adolescentes.

Villa, con Patricia, su mujer, y Zaida, Olaya y Luca, sus tres hijos, en Kobe.

Entrena David Villa por la mañana en Ibuki, la austera ciudad deportiva del Vissel, el club japonés donde escogió acabar su lujosa carrera de goleador, junto a Emili Ricart, recuperador físico y, a la vez, amigo y hasta confesor, al que conoció ya de su época en el Barça. Luego aprovecha las tardes para llevar a Luca, su hijo, a la academia de fútbol. Trabaja día y noche para ganar la última batalla a esos traicioneros y dañados músculos, que le jugaron una mala pasada la noche de su homenaje en Kobe.

ANGUSTIA POR LA LESIÓN

Con Emili camina y corre por Ibuki con la alegría de un novato que se asoma inquieto a su primera final. Corre ahora feliz tras las incertidumbres y angustia de las primeras semanas posteriores a la lesión. Corre como si en realidad fuera a jugar el primer partido de su vida. Y no el último. "El fútbol te ha regalado un partido más. Y no es uno cualquiera. Es una final", susurran los que están a su lado. En realidad, es él quien se lo regala al fútbol.

"El fútbol te ha regalado un partido más. Y no es uno cualquiera. Es una final"

Hace mes y medio que el Guaje, a sus 38 años, anunció que dejaba el balón antes de que el balón le dejara a él. Y ahora que anda empaquetando todo camino de Madrid, su nuevo hogar, tiene una última misión por cumplir: jugar el próximo 1 de enero (06.35 de la madrugada, hora española) la final de la Copa Emperador ante el Kashima, que fue tercero en la última Liga japonesa.

LA COMPAÑÍA DE MEL

No ha sido, ni aún es, una misión nada fácil porque el asturiano sufrió una lesión muscular en el que debía ser su antepenúltimo encuentro. Fue el pasado siete de diciembre ante el Jubilo Iwata (4-1), Aún así marcó un gol de penalti. Ese percance le hizo perderse el que debía ser penúltimo partido de su carrera. No estuvo en la semifinal con el Shimizu.

Su padre era minero en Asturias y doblaba turnos de trabajo para poder llevarle a entrenar

No parecía grave, pero le ha tenido con el corazón encogido durante estas tres últimas semanas. A él y a toda su familia, empezando por Mel, su padre. El mismo que le acompañaba cuando era un niño en Tuilla en aquellos inolvidables entrenamientos después de patear las calles asturianas. Ni siquiera ahora, con el peso de la historia sobre su pequeño cuerpo (lo ha ganado todo con el Real Zaragoza, el Valencia, el Barça y la selección española dejando goles como inolvidables y eternas postales), quedan arrinconadas las interminables tardes de frío, lluvia y barro.

Era pequeñito, más que la mayoría. De hecho, no lo quisieron en el Oviedo porque no crecía. Mel, minero de profesión y de familia (su padre y tío también lo eran) hizo de la paciencia un arma exitosa. Cambiaba y doblaba turnos para ganar horas y acompañar a David.

Bajaba al fondo de la tierra, 500 metros de inacabable descenso, y luego se subía al coche para llevarlo a entrenar. Allí lo esperaba. Antes de que el niño terminara, Mel encendía la calefacción de su coche, lo dejaba en marcha y se metía en el vestuario para ayudar a vestir al Guaje. Cuando volvían ambos, padre e hijo, el coche estaba caliente y nada más llegar a casa, Dorita, su madre, tenía el plato, también caliente, encima de la mesa para cenar lo antes posible.

EL PEOR MOMENTO

Hubo un momento, con solo cuatro años, en que el Guaje sufrió una fractura de fémur. Se le cayó otro niño encima. Se temió lo peor. Lo peor era que no volviera a jugar, pero Mel, paciente y obstinado como es, recorrió consultas médicas hasta encontrar la solución ideal. Meses, eso sí, en que el niño David tenía la pierna derecha escayolada. Pero su padre se inventó un juego. Se apoyaba el niño en la pared y le tiraba el balón a la pierna izquierda. Así, una y otra vez. Minutos y horas de darle a la pelota hasta borrar la huella de si era realmente diestro. O ambidiestro.

Por eso, cada gol que marcó luego el Guaje con la zurda llevaba la firma de Mel. Basta recordar aquel lejano y hermoso tanto que dibujó ante Chile en el Mundial de Sudáfrica, donde fue el Pichichi, aprovechando una intempestiva salida de Claudio Bravo. Ni pensó en chutar con la derecha. De manera instintiva, la rutina de Mel le dio la solución perfecta. Desde aquellos días en Tuilla, ambos han sido una misma persona. Mel, en la grada; David, en el campo.

EN LOS CINCO CONTINENTES

Le ha hecho recorrer casi todos los continentes del planeta (Europa, Oceanía, América, África y ahora Asia), orgullosos de sus inicios en el Langreo antes de explotar en el Sporting y brillar en el Zaragoza, prólogo de su gran etapa en el Valencia. Allí donde fue marcó. Allí donde viajó estaba Mel. Antes calentando el coche; ahora, de pasajero feliz. "Me siento orgulloso de lo que he hecho. Me preparé durante tiempo para lo que será la vida sin el fútbol", dice el mejor delantero de la historia de la selección.

"Me siento orgulloso de lo que he hecho. Me preparé durante tiempo para lo que será la vida sin el fútbol" (Villa)

Sus prodigiosos números con La Roja (59 tantos) certifican ese título y refuerzan, al mismo tiempo, la figura de un jugador humilde, que no ha necesitado de propaganda alguna. De El Molinón a La Romareda. De La Romareda a Mestalla. De Mestalla al Camp Nou. Del Camp Nou al Calderón. Del Calderón a Nueva York, pasando antes por Melbourne. Y de la gran manzana a Kobe, la última y definitiva estación.

O, como él mismo pregona, "la última batalla" antes de regresar a Madrid para disfrutar de su nueva residencia. Y de su nueva vida, llena de inquietudes y actividades empresariales. Acaba de comprar, junto a un grupo de inversores, el Queensboro FC en Nueva York, un club de Segunda División en EEUU ampliando la mirada después de haber fundado varias academias de fútbol DV7 para niños repartidas por el mundo junto a Víctor Oñate, que al principio era solo su agente. Ahora es primero amigo y después socio.

"Queens siempre nos mostró amor a mí y a mi familia, mientras estábamos en Nueva York. Es un sueño construir un club profesional en la USL Championship", escribió el ya empresario, quien a mediados o finales de enero estará en el barrio neoyorkino para poner en marcha el proyecto, que se estrenará en marzo del 2021.

EL MEJOR GOL DE LA J-LEAGUE

Antes, tiene que jugar su último partido. Luego, ya se pondrá el traje de emprendedor. Pero hasta el último suspiro ha estado sufriendo Villa. Creía que esa inoportuna lesión muscular le dejaría en la grada. Ya padeció esa terrible sensación hace dos semanas. Ante el Shimizu se consumió de los nervios porque él no se tomó su viaje futbolístico a Japón como una jubilación anticipada. Ni mucho menos.

Ha marcado 13 goles en 28 partidos con el Vissel conquistando, además, el cariño del público de Kobe

Apenas ha estado un año. Pero le ha dado tiempo a marcar 13 goles en 28 partidos y conquistar el cariño de la afición del Vissel, que lo despidió con una emotiva y sentida fiesta como si llevara toda la vida allí. Tuvo tiempo también para dejar otra imagen para el recuerdo frente al Nagoya Grampus.

"Me siento muy feliz por recibir el premio al mejor gol de la J League", admitió el asturiano tras firmar un gol muy 'villista' donde fue quebrando a centrales y porteros con golpes de cadera antes de enviar el balón a la escuadra. Lo hizo con la derecha. No era, por lo tanto, un gol 'Meliniano'. Ojalá pueda marcar alguno como este, aunque no sea tan bonito. Pero pueda ayudar, eso sí, al Vissel Kobe a ganar el título y hacer historia, recuerda y se exige el Guaje, quien hace tiempo que ya no juega por él. Ni siquiera por Mel. Ahora juega por sus hijos: Olaya, Zaida y Luca,que nació en Barcelona hace casi seis años, un loco del fútbol.

EL CHÓFER DE LUCA

En ese edificio de Rokko Island no solo se ven cajas y cajas con destino a Madrid sino que en el pasillo, junto a la puerta de los ascensores, resulta cotidiano toparse con dos niños jugando a fútbol. Son Luca y Paolo Andrea, el hijo de Iniesta, que tiene cuatro años y medio.

Pronto quedará un piso vacío en tan inmenso edificio, dispuesto a ser ocupado en este próximo mes de enero por Thomas Vermaelen, el exdefensa del Barça, y ya no rodarán infantiles balones. Paolo ya no tendrá con quién jugar y Mel ya dejará de ir en coche por todo el mundo. Ahora, David será el chófer de Luca.