La acogida del barco de rescate humanitario Aquarius en Valencia situó al recién estrenado Gobierno de Pedro Sánchez en el centro del debate europeo de la migración. Una acción que colocó a Europa frente al espejo de su propia esencia. Una unión forjada en el respeto de los derechos humanos, la libertad y la democracia, pero que en la gestión de la inmigración se ha teñido de vergüenza. La complejidad y la dimensión del problema no admite soluciones fáciles ni rápidas. Ni se pueden negar los conflictos que comporta la acogida ni se puede ceder al chantaje de la ultraderecha. Un año después, los problemas siguen ahí. España acogió de forma modélica al Aquarius pero ni se han retirado las concertinas de las vallas, ni se ha acabado con las devoluciones en caliente, los problemas de acogida con los menores que llegan solos son evidentes y el Ministerio de Fomento retuvo durante meses dos buques de oenegés para no verse obligado a acoger los inmigrantes que rescataran. La recepción de los refugiados del Aquarius quiso ser un grito de alerta, un gesto que frenara la deriva antiinmigración en la UE. Tuvo su efecto, pero limitado. El gobierno de Sánchez ha puesto más voluntad que soluciones concretas en la acogida, aunque sí se han aumentado los recursos y mejorado ciertos aspectos. El reto es importante, y la gran partida está en Europa.