Los más de 100 focos activos, de los 150 iniciales, y las cuatro personas muertas en Galicia, sin contar con las víctimas mortales en Portugal, así como las hectáreas arrasadas también en espacios protegidos de Cantabria y Asturias, son el triste balance, por ahora, de una tragedia de primer orden que viene a añadirse a una larga lista de incendios que, especialmente en el noroeste peninsular, responden a un alto porcentaje de criminalidad. Dejando aparte la responsabilidad penal o las inclemencias metereológicas, lo cierto es que las políticas del PP han incrementado el riesgo de devastación forestal. Por activa o por pasiva. Empezando por la ley de Montes del 2015, que abría un resquicio para que las comunidades autónomas pudieran acordar «un cambio de uso forestal» de los terrenos afectados por incendios, contraviniendo lo establecido en la anterior legislación, y que en la práctica suprimía asimismo la actuación fiscalizadora de los agentes forestales. Y acabando por las políticas de recortes en prevención y extinción de la Xunta, que hace solo un mes despidió a 463 brigadistas antiincendios. Y pasando, por supuesto, por las reiteradas críticas de la oposición gallega a la falta de una política forestal adecuada, como se evidencia, por ejemplo, con la expansión del monocultivo del eucalipto. Controlado el fuego, será urgente aclarar responsabilidades e implementar instrumentos de gestión fiables que velen por el interés común.