La precariedad extrema crea nuevas formas de economía de subsistencia que topan con las tradicionales y generan la invasión y degradación del espacio público. Con la llegada del calor, cada vez aparecen más vendedores que convierten las playas en una suerte de gran bazar ilegal en el que se ofrecen los productos y servicios más dispares. Desde bebidas a pareos o masajes. Una oferta ajustada a los deseos más variados de la clientela y un dolor de cabeza para los agentes, desbordados por una situación que este año parece haberse multiplicado, y una importante fuente de pérdidas para los negocios asentados en el litoral. Para los chiringuitos de playa es imposible competir en precio con esta oferta ilegal que no paga por ocupar el espacio. Por el contrario, sus concesiones están sometidas a contratos cortos y a precios exorbitados. La rentabilidad solo se consigue a base de elevar los precios. Tan pronto abandonan un lugar, ya es de nuevo ocupado por un enjambre de buscavidas. Para ellos, la venta ambulante ni es fácil ni les aporta pingües beneficios. Al contrario, la mayoría forman parte de estructuras organizadas que solamente encuentran en esas extenuantes jornadas laborales un modo de subsistir. Esta oferta constante, persistente, tampoco acaba siendo agradable para los usuarios de la playa. El abordaje permanente genera incomodidad y esa oferta ilimitada produce inquietud.