El auge de la extrema derecha se cierne sobre Europa como una sombra amenazante cargada de insanos presagios, ideas retardatarias y una eurofobia militante y desinhibida, impregnada de un nacionalismo sectario. A dos meses y medio de las elecciones que renovarán el Parlamento Europeo, los adversarios de la consolidación política de Europa cuentan con una red de aliados que va de España a Hungría, de Italia a Alemania, de Geert Wilders a Matteo Salvini, de la coalición gobernante en Austria a la prédica de Marine Le Pen en Francia. En todos los casos, la nación, las señas de identidad locales, las tradiciones más rancias se adueñan del espacio público o lo intentan al menos, y sus patrocinadores denuestan el proyecto paneuropeo.

Ni la Administración del presidente Donald Trump ni la Rusia de Vladimir Putin son ajenas a esta oleada de conservadurismo extremo, con dos instrumentos del todo eficaces hasta la fecha: la brega de Steve Bannon, un exasesor de Trump, apoyo permanente de las siglas ultras, y la intromisión del Kremlin en la política europea a través de internet, incluidas las elecciones. Ambas interferencias responden a la necesidad de sus promotores de debilitar Europa para neutralizar a un poderoso competidor, mientras la extrema derecha ha adoptado a Trump y a Putin, este último en menor medida, como referencias ideológicas, como auténticos líderes cuyas consignas merece la pena seguir.

Al mismo tiempo, es muy limitada la capacidad de respuesta de la Unión Europea, atrapada en el brexit, tan bien visto en Washington y en Moscú, además de las periódicas sacudidas internas que dañan su cohesión. Como si no contaran los precedentes históricos de anteriores desafíos de la extrema derecha a la convivencia, la base democristiana, socialdemócrata y liberal sobre la que se edificó el proyecto europeo desde el principio emite señales de aturdimiento, cuando no de debilidad, frente al reto que debe afrontar.

Para el futuro de Europa resultaría más que inquietante que el 26 de mayo, abiertas las urnas, se cumplieran los peores vaticinios, que prevén hasta el 25% de los votos para las candidaturas ultras. Sería algo más que someter las instituciones a las servidumbres de un sistema democrático, que permite a sus adversarios participar en él; sería tanto como condicionar el futuro de la UE a los designios de quienes la atacan.