Visto para sentencia. Tras cuatro meses de sesiones en el Tribunal Supremo (TS), el juicio a los líderes del procés llegó a su fin con la última palabra de los acusados. Uno a uno, los procesados por los hechos acontecidos en Cataluña en otoño del 2017 ejercieron ante el tribunal que debe dictar sentencia su derecho a la última palabra. Con matices, expresaron las ideas que llevan defendiendo desde hace meses: que son presos políticos, víctimas de un juicio por sus ideas y que su pretensión era ofrecer a la ciudadanía catalana la oportunidad de expresarse en las urnas. Insistieron en que la política y el diálogo son la única salida para el conflicto político en Cataluña.

Esta afirmación es cierta hoy y también lo era en otoño del 2017, cuando el 6 y el 7 de septiembre el Parlament aprobó en dos sesiones para el olvido las leyes del referéndum y de desconexión. Empezaban así unas semanas de vértigo que culminaron con la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre y la posterior aplicación del artículo 155 de la Constitución, que supuso la suspensión de la autonomía en Cataluña durante meses. En aquellas semanas, los miembros del Govern juzgados vulneraron el marco estatutario y constitucional. Durante el juicio se ha quitado importancia a los actos cometidos durante aquellos días. Por ejemplo, se ha afirmado que el Govern jamás aplicó su propia ley de desconexión o se ha restado valor a la declaración unilateral de independencia. Pero aquello ocurrió, en contra de lo que muchas voces juiciosas, del mundo de la política y la sociedad civil, advirtieron antes y durante la crisis. De hecho, las defensas no cuestionan que se cometió un delito de desobediencia. La pregunta que debe responder el tribunal es si hubo algo más. La Fiscalía, abrazada a la teoría de la rebelión posmoderna que empezó a dibujar el juez Pablo Llarena en su instrucción, ve rebelión. La Abogacía del Estado, en cambio, no considera probada la violencia necesaria para este tipo penal y acusó a los procesados de sedición. Ambos delitos, en cualquier caso, implican fuertes penas de cárcel.

El desarrollo del juicio ha dibujado un retrato poco halagüeño del Govern en aquellos días cruciales. La improvisación, la idea de que el 1-O era una mera herramienta negociadora con el Gobierno de Madrid, el hecho de que la declaración de independencia era poco más que un acto simbólico son ejemplos de una irresponsabilidad que ha tenido graves repercusiones sociales y políticas para Cataluña y, en el plano individual, para los acusados. Su argumento de que España es un país que reprime las ideas, en este caso las independentistas, es difícil de sostener cuando el soberanismo sigue gobernando en la Generalitat y se ha presentado a tres contiendas electorales desde los hechos que ahora se juzgan. Pero es evidente que el proceso judicial que ha quedado visto para sentencia tiene un componente político. De hecho, el juicio es la expresión del fracaso de la política y de la combinación de dos errores políticos: la apuesta unilateral de la Generalitat y la decisión del Gobierno de Mariano Rajoy de judicializar un problema que es político.

Como consecuencia, en los magistrados del TS recae ahora una enorme responsabilidad. Su función no es otra que la de aplicar la ley según los hechos probados. Son jueces, no políticos, y no se les puede ni debe exigir que actúen con planteamientos políticos. Pero por otro lado a nadie se le escapa que su sentencia tendrá enormes repercusiones en la vida política, y la convivencia misma, en Cataluña y en el resto de España.