Con la desoladora imagen de un hemiciclo semivacío y partido en dos, metáfora de la quiebra que el proceso independentista ha provocado en Cataluña, el Parlament culminó ayer el pretendido advenimiento de una suerte «república catalana» que en realidad no pasó de ser un viaje hacia ninguna parte, además de un insulto a la democracia, a la decencia institucional y casi a la inteligencia. Un ejercicio de funambulismo político delirante cortado de raíz, a las pocas horas de producirse y con los fans soberanistas aún bailoteando por las calles, por el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, con una aplicación enérgica pero inesperada del artículo 155 de la Constitución: destitución del Ejecutivo autonómico, disolución de esa cámara de ínfima mayoría sediciosa y convocatoria inmediata de elecciones. Frente a la forma, limpia y cauterizadora, elegida por Rajoy para zanjar el desafío soberanista, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el bloque secesionista volvieron ayer a enseñar todas sus vergüenzas. Y solo las vergüenzas, porque no dieron la cara para votar, ante las responsabilidades legales y penales que pudieran derivarse de su desacato convertido ayer en desobediencia, sedición o rebeldía. La Fiscalía, como no podía ser de otro modo en un Estado serio con división de poderes y respeto a las normas, ya comenzó ayer a preparar su respuesta.

El acuerdo del Consejo de Ministros puso el colofón a otra rocambolesca jornada en Cataluña, en la que mediante esa elusiva votación secreta, 70 diputados que representan a menos de la mitad de los catalanes, quedó aprobada una declaración unilateral de independencia de gran carga épica y nulos efectos reales. Pese a su estudiada teatralidad, el pretendido engendro que los ensoñados indepedentistas han venido a llamar «república catalana» es papel mojado. Y no solo por la legítima y rápida respuesta del Estado para devolver la legalidad a Cataluña, sino por lo que tiene de estafa. Ni un solo país serio la reconoce, ni es viable económicamente, ni está amparada en un referéndum concertado con mínimas garantías... Dudar hoy del carácter democrático de los impulsores de este zancocho no es un mero derecho a la crítica, sino un deber, en un ejercicio de decencia periodística y ciudadana. Afortunadamente, el 21 de diciembre los catalanes podrán expresarse; esta vez, de verdad y con todas las garantías.