La huelga del personal de tierra de Iberia, el fin de semana del 27 y 28 de julio, fue el preámbulo (más de un centenar de vuelos cancelados) de un agosto que, por desgracia, se vislumbra muy complicado. El miércoles, el paro se concentró en Renfe, con más de 170 trenes de pasajeros cancelados y la consiguiente afectación para los usuarios justo en un día clave de las vacaciones. Los servicios mínimos amortiguaron los efectos de la huelga en el inicio de la operación salida. Están previstos otros paros también en días decisivos, el 14 y el 30 de agosto y el 1 de septiembre. Por si fuera poco, el personal de El Prat también amenaza con nuevas movilizaciones, que podrían coincidir con la huelga indefinida, a partir del 9 de agosto, de los vigilantes de seguridad del aeropuerto. Se combinan en estos casos reivindicaciones económicas y sociales y, en el caso del aeropuerto catalán, con agravios comparativos con el de Barajas. El derecho a la huelga es un fundamento del Estado de derecho y se lleva a cabo en los periodos que más pueden afectar a la parte empresarial. Pero en estos casos, quien sale perjudicado es el ciudadano, que observa impotente cómo se repiten estos episodios verano tras verano. Respetando la protesta, debería gestionarse de tal manera que los daños colaterales fueran mínimos. Y que no se conviertan en una lamentable tradición.