Como ha declarado Michael Ryan, responsable de emergencias sanitarias de la OMS, «un millón de muertos es una cifra terrible». Es la cantidad de víctimas del covid-19 estimadas a escala mundial, que este lunes ha sobrepasado un umbral psicológico de primera magnitud. Un millón de personas que han fallecido desde aquel ya lejano diciembre de 2019, cuando empezaron a llegar las noticias desde China de una epidemia que no podíamos sospechar que tuviera ni el alcance planetario que tiene, ni las consecuencias devastadoras que ha provocado en la economía y en la vida social. Un hito que no es solo simbólico sino real, trágica estadística de estos meses convulsos, y tras la cual se esconde una cantidad ingente de vidas humanas que se desvanecían mientras, primero, el mundo se detenía, para después convertirse en un escenario muy diferente al que estábamos acostumbrados. La cifra que sigue aumentando a un ritmo medio de 5.000 defunciones por día, en una espiral que afecta de manera más cruda al continente americano, a Europa y a la India y que ha puesto a prueba, con resultados reveladores, la eficacia, ineficiencia o desigualdades de sistemas sanitarios, redes de protección social y modelos productivos y de gestión política.

Son ya más de 33 millones de positivos de un virus que no solo es el principal problema sanitario del mundo sino que también se ha convertido en el desencadenante de una crisis económica de una proyección insospechada, sin más soluciones, a día de hoy, que un estricto autocontrol de la actividad social. Hablamos de cifras que ya son imponentes pero que no sintetizan la magnitud de la mortandad, puesto que cabe añadir al millón de muertos todos aquellos no contabilizados o que, víctimas de otras enfermedades, han padecido el colapso generado.

Ante los temores que suscita la segunda oleada del virus ya estamos advertidos de los peligros y atesoramos la experiencia de qué supuso un confinamiento ante un contagio descontrolado (y qué consecuencias está teniendo el exceso de confianza). España, cuarto país del mundo en tasa de mortalidad por cada 100.000 habitantes, es uno de los epicentros de una debacle generalizada que requiere, más que nunca, respuestas eficaces desde la política y una concienciación extrema por parte de los ciudadanos, para que, hasta la llegada efectiva de la vacuna, no sigamos deslizándonos hasta llegar al horizonte una cifra, la de los dos millones, que, como advierte Michael Ryan, «es inimaginable, pero no imposible».